martes, 26 de diciembre de 2006

Pena de muerte para Sadam

Acabo de leer que han ratificado la sentencia que condenaba a la última pena al ex-tirano Sadam Hussein. Rescato un artículo que publicó Amadeo de Argángary en septiembre de 2005.
Que Sadam Husein es un criminal que ejerció de dictador implacable, que sojuzgó a su pueblo, asesinó a miles de conciudadanos, violó el orden internacional, se corrompió y permitió que otros se corrompieran, que torturó sin mesura y huyó cobardemente, nadie lo pone en duda. No creo que haya quien piense que este tirano fue un gobernante digno. Ni me parece que la guerra de Occidente contra Iraq, que causó una honda fractura social bien explotada por algunos, lo eleve a la categoría de mártir. No creo que nadie sostenga tal cosa.

Ahora, Sadam espera juicio, y ya se levantan voces, como la de Kuwait, reclamando se le aplique la pena capital, por la invasión de su territorio en 1990. Supongo que a esa petición no tardará en sumarse una legión de víctimas del tirano; ávidos de venganza, pedirán su cabeza.

Nos conduce esta situación al perenne debate sobre la aplicación de la pena máxima que, lamentablemente, aún continúa presente en numerosos códigos penales. Un servidor duda de su efectividad. No se aprecia, según creo, disminución sustancial de la criminalidad en aquellos Estados donde es práctica habitual. Prevalece, por tanto, su carácter punitivo y no el preventivo, convirtiéndose en mera retribución, es decir, en mero castigo, sin mayor provecho social. Esto, en mi opinión, repugna a la moderna ciencia del Derecho Penal y, por supuesto, a la condición humana.

Es cierto que la sociedad debe defenderse, que los poderes públicos tienen la obligación de poner a salvo los bienes jurídicos. Concepción Arenal decía que no hay corrección sin mortificación y escarmiento. La pena es necesaria, pero la de muerte no se compadece con la moral humana, sea cual sea la convicción religiosa que uno profese. Y esto vale también para el salvaje Sadam Husein, pues su condición de persona, aunque no la ejerciera, es cierta.

Con frecuencia, lo que te pide el cuerpo cuando ves la infinidad de barbaridades que los medios de comunicación nos sirven a diario, es que a la caterva de criminales que pisotean los derechos de tantos le apliquen a modo la ley del Talión; que les den matarile, oiga. Pero eso no es lo que corresponde a sociedades civilizadas.

No me cabe duda: por sus muchos crímenes, el tirano de Bagdad deberá ser objeto de una condena ejemplar. Fórmulas hay en Derecho y abundan en los códigos penales; algunas conducen directamente a la inocuización del delincuente: se le aparta de la sociedad, de por vida, en el caso de la cadena perpetua. Claro, esto también es discutible, no sólo desde el punto de vista del penalismo, sino también de una interpretación amplia de los Derechos Humanos. Pero bueno, mejor es será que la horca.

Además, el castigo ejemplar debe servir –al menos en teoría– para que otros muchos tiranos, o con ínfulas de llegar a serlo, sepan que la comunidad internacional no les dejará irse de rositas. Pero el paredón no es la fórmula.

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