sábado, 25 de agosto de 2007

Ya están aquí

Le fusilo un artículo a Amadeo de Argángary, publicado en 2005, y muy a propósito para las fechas que vienen.

Como obedeciendo ciegamente la consigna musical de El Dúo Dinámico, “el final del verano llegó, y tú partirás”, salen de sus refugios veraniegos y retornan a la cotidianidad. ¿Quiénes? Pues, como podrán imaginar, los anuncios de fascículos en la televisión, los políticos (aunque algunos no se han ido del todo, no sabemos si para bien o para mal) y, por supuesto, la liga de fútbol.

Las fascículos, inevitables compañeros de los que retornan de vacaciones con grandes propósitos de ampliar su formación, o simplemente buscando algo de ocio que les haga olvidar que se les acabó el dolce far niente, son una auténtica plaga que invade, inmisericorde, las franjas publicitarias de la televisión. Menos mal que, como más bien escucho la radio, me libro del coleccionismo de soldaditos de plomo, de construcciones medievales realísimas, del manejo profesional de los ordenadores y, en fin, de toda una legión de cosas presumiblemente inútiles.

La vuelta de los políticos suele ser igual de pesada. La inmensa mayoría viene con sus carteras plagadas de papeles, cada uno el los cuales contiene, seguro, ideas a mogollón. Soy de los que opinan que el político de raza no deja de dar vueltas al coco, ni siquiera bajo la sombrilla. Además, son los agentes del fenómeno del “otoño caliente”, inevitable año tras año: las paridas del verano, los proyectos aparcados, los dislates de unos, la soberbia de otros, la incompetencia de los más, se mezclan en el matraz de los ambientes políticos, se agitan suficientemente, y voilà, ya tenemos alimento para las páginas de los periódicos y los telediarios, siquiera hasta Navidades. Menos mal que siempre hay gentes sensatas que aportan ideas serias, trabajan y se preocupan de verdad por los problemas de los demás.

Y, por fin, el fútbol, inevitable aliado del domingo. Sonsonete radiofónico añorado por tantos, que no pueden vivir sin la agilidad de esos locutores que lo mismo cantan el minuto y resultado o anuncian los mejores puritos, con el mismo entusiasmo que si estuvieran narrando el resurgimiento de la mismísima Atlántida de entre las aguas oceánicas. Volverán las polémicas arbitrales, los futbolistas que piden “más minutos”, las derrotas explicadas a la usanza tradicional: “el fútbol es así”, los entrenadores en la picota… Todo está visto, todo se repetirá, en ese soniquete radiofónico embriagante, que nos hace olvidar lo aburrido que puede ser un domingo más, como tantos otros, en esa vida tan normal, tan gris, que nos ha tocado en suerte. El entusiasmo del locutor quizá se nutra del enervamiento de las masas aburridas.

Don Antonio Díez-Cañabate, allá por 1959, ya diagnosticaba, no sé si con certeza: “¡Ay, el gentío! ¡Qué pobre humanidad folletinesca, alimentada en un tiempo por la mitología, en otro por los libros de caballería, en otro por las novelas por entregas, ahora por el cine y la radio!” ¿Siempre algo que nos adormezca el espíritu? Quién sabe.

En fin, la cosa me ha salido hoy un tanto pesimista. Pero bueno, el otoño está a la vuelta de la esquina, aunque antes que llegue meteorológicamente nos sumimos en él psicológicamente, tal vez por causa del síndrome de la vuelta de las vacaciones, quienes las hayan disfrutado, acaso porque tiene que ser así. Ya llegará la alegre primavera.

jueves, 23 de agosto de 2007

Gozosamente sin comentarios

Publicado en "Hoy", el 5 de marzo de 2000.

domingo, 19 de agosto de 2007

Gobierno de España: ¿Cuestión de imagen?

Hace días que viene apareciendo en la prensa la cuestión del concurso para el diseño de un logotipo que represente al Gobierno de España. Leo en El País de hoy la última referencia a este asunto. La periodista cita que “el Gobierno ha iniciado el rescate de una palabra en disputa: España”. Añade que “El Gobierno inicia, sin ruido, su pugna por esos símbolos”.

Así queda recogido en el periódico pro-gubernamental el hecho de que Rodríguez Zapatero se ha percatado de que tiene unas elecciones a la vuelta de la esquina y que hay infinidad de personas, incluyendo a sus votantes, discrepantes con políticas ya practicadas, que dejan bien maltrecha no la imagen, sino la esencia de España, o estepaís, si así lo prefieren.

Digo yo que lo que el Gobierno tiene que rescatar no es la palabra España, sino el mismo concepto de España, su incardinación constitucional y su realidad secular. Mejor es que olviden aquel invento del federalismo asimétrico y se hagan conscientes del daño que han hecho al puentear la Constitución con el Estatuto de Cataluña (aún nos queda por ver en qué queda la cosa en el Tribunal Constitucional). También que recapaciten sobre la afrenta que ha supuesto la negociación con ETA: discutir sobre Navarra o sobre inventados derechos de autodeterminación es ir contra “la palabra en disputa: España”, o mejor, contra España como nación. Claro está, el concepto de nación española no está muy claro en el caso de Rodríguez Zapatero, al que veo más afín a tesis plurinacionales.

Respecto de los símbolos, bueno sería que se empezara por cumplir la ley y se obligara a las administraciones públicas a que la bandera nacional (nacional de España, porque España es una nación) ocupara el lugar que le corresponde en tantos sitios en los que, por no molestar, se permite que esa imagen que ahora se quiere reforzar se vaya difuminando poco a poco, y con ella el mismo sentido de españolidad, hasta que llegue el día en que muera por inanición. Y que usen los de izquierdas los símbolos de España, su bandera, su escudo, su himno, sin complejos. Que son de todos, y todos pueden hacerlos suyos con el debido respeto. Quien no los luce con orgullo es porque no quiere. O porque prefiere hacer alarde de la bandera tricolor de la II República (la de la I siguió siendo roja y amarilla) y exhibirla por doquier. Bien, que lo hagan si quieren: pero están en la misma situación de alegalidad que quienes usan la bandera con el águila de San Juan. Salvando la siguiente diferencia: la segunda tiene los colores que la Constitución determina, y fue legal hasta 1981 ó 1982, no recuerdo, cuando se cambió el escudo. Yo prefiero la actual, ciertamente. Pero si hubiera seguido la antigua me hubiera dado lo mismo, porque no por ello tendría para mí significación franquista alguna. Si el pueblo soberano la hubiera reconocido como tal, ni franquismos ni narices.

En fin, que el Gobierno quiere gastar algo de dinero para hacer notorio cierto giro. Bueno, pues que lo gaste. Pero ya estaban usando desde hace algunos meses el escudo de España, por el que no hay que pagar nada, y el texto “Gobierno de España”, a su lado, sin necesidad de más zarandajas. Y, encima, resulta que el modelo que escogen es primo hermano del logotipo alemán. Resignación. Si esto sirve para que Rodríguez Zapatero, el Gobierno y el PSOE cambien de actitud y de tesis, bienvenido sea. El tiempo nos dirá.

Nota: la imagen que ilustra esta entrada está obtenida del Ministerio para las Administraciones Públicas.

sábado, 11 de agosto de 2007

Un día en el parque

Es cierto que hay que recompensar el esfuerzo, ya nos lo hacía entender el padre prefecto cuando en el colegio de los jesuitas de Villafranca se procedía a la proclamación de dignidades y empezaba su relación con la frase “para mayor gloria de Dios y estímulo en el trabajo…”. Por eso no es mala cosa que a los chavales, que han sacado buenas notas, los monte uno en el coche y los lleve a uno de esos parques temáticos que hay por España, para premiar el resultado de los estudios. Se trata de pasar un día agradable, disfrutando de las atracciones y espectáculos que tales sitios ofrecen, y que tanto gustan a los niños.

Llegado el día, madruga uno, puesto que tiene que tragarse más de cuatrocientos kilómetros. Y, por supuesto, te atavían con unos pantalones cortos para que, so pretexto de ir más cómodo, quedes inmerso en la masa de turistas que pululan por todas partes en verano, y no des la nota; obedientemente me pongo el pantaloncito y me calzo unas zapatillas deportivas. Eso sí, a pesar de una multitud de protestas, exijo y consigo llevar conmigo mi sombrero de paja que, como ahora mismo se verá, es de grande utilidad, aunque pueda parecer que no conjunta en absoluto con la indumentaria.

Bien, llegamos al parque. Aparcamos y, de inmediato, descubro cuál es el denominador común de estas grandes superficies del moderno ocio: la cola. Exactamente tres cuartos de hora me cuesta adquirir la entrada al parque, bajo un sol de (in)justicia. Ahora mi sombrero de paja es práctico y amigable, aunque destroce el look, cuestión que como comprenderán los que me conocen, me importa poco, porque poca cosa puedo aportar a la estética moderna.

Entramos por fin, tras pagar sólo cien euros gracias a nuestra condición de familia numerosa. De inmediato, cola para hacerse la foto con el muñeco que representa determinado personaje de los dibujos animados. Niños y mayores. Estos últimos, entre los que me incluyo, imagino que con mayor ilusión, no en vano eran los personajes de nuestra niñez. Los chavales de ahora, con videoconsolas, Internet y demás gollerías tecnológicas no sé si conocen a aquéllos héroes que nos alegraban las tardes. Pero bueno, allí están, pugnando por hacerse un hueco junto al muñequito.

Más adelante, cola para entrar en atracciones con decorado sugerente y que prometen grandes dosis de emoción. Como un servidor no está para esperas ni sorpresas, deja que la familia suba a la atracción, y mientras se merca una coca-cola. Dos euros y cincuenta céntimos, oiga. De inmediato evoco los paisajes de Sierra Morena, con Luis de Vargas y los siete niños de Écija al trote. Dos euros y cincuenta céntimos, es decir, cuatrocientas dieciséis pesetas. En fin, miro alrededor y comprendo que mantener todo aquello debe ser caro. Templo mi ira, me quito del magín a los ecijanos, y a otra cosa.

Proseguimos hasta llegar a otra atracción. Miro el cartel de advertencias: “Cuidado los que padezcan de claustrofobia”. “No subir si tiene problemas cardíacos”. “No entrar si está mojado”, y así un largo etcétera de avisos. De modo que decido no entrar aquí tampoco y espero sentado en un estratégico banco junto a la puerta de acceso y a la sombra. Para entretenerme, y como me malicio que la cola es inevitable, me dedico a la observación. ¡Y vive Dios si observé! Una hora de espera.

Digo que me dediqué a observar. Intento establecer una taxonomía del personal que circula por el parque: destacan los tarzanes (y tarzanas) con el torso descubierto, por el calor y porque hay atracciones en las que uno se moja. Los niños sabelotodo que explican pormenorizadamente a sus papás los secretos del parque. Los abuelos que hace una hora eran complacientes y ahora aparecen desesperados… En fin, dejo la clasificación porque a mi lado se sienta una señora con uno de esos niños resabidos, que se empeña en explicar que nos encontramos ante una atracción de simuladores. Menos mal que hay un buen paso de tórtola donde estoy sentado, y la vista se refresca.

Frente a mí, las máquinas de refresco expenden docenas de frascos. Dos cincuenta, suma y sigue. A la derecha, una torre gigantesca e infernal desde la que se desploman, sentadas en un artefacto, varias personas a las que sólo se ven sus piernas, que sobresalen como lombrices. La gente se asoma a la puerta de la atracción en la que espero: “Son simuladores”. Las tórtolas siguen su paso. Los refrescos siguen enriqueciendo al concesionario. Las lombrices suben y bajan entre alaridos de los aventureros. El niño no se calla. La madre no quiere entrar. El infante insiste. El personal pasa: “Son simuladores”. El calor aprieta. Mi gente no sale de la atracción. La mente se me nubla, me ofusco. Veo que la máquina de refresco expende lombrices, mientras de la torre salen coca-colas. Alternativamente, los simuladores suben a la torre, las tórtolas salen de la máquina de refrescos y las lombrices hacen cola. Me rescata del delirio mi familia, que sale intentando contarme en qué consiste la atracción: “Son simuladores”.

Sobrevivo a duras penas. Es la hora de comer. Ingiero, a un precio también adecuado para amortizar las instalaciones, unos sándwiches (si digo bocadillos queda peor). A toda prisa nos vamos para ver más espectáculos. Acrobacias, saltimbanquis, más colas. Nada de siesta. Deprisa, deprisa. Otra cola para ver una ¡simulación! sobre efectos especiales. Realmente divertida. Otra para montar en un cochecito dizque de época, para hacer un supuesto recorrido por Los Ángeles y aledaños. ¡Puff! Ahora unos bailarines, ahora más acrobacias…

En fin, llega el momento de comprar los souvenirs (“recuerdos” no es palabra que pegue en este lugar). Otros tres cuartos de hora. Conseguidos los peluches, las postales y demás objetos, salimos al fin. Ha sido una magnífica jornada en el parque. Los chavales se lo han pasado de lo lindo y yo disfruto con ellos. Pero, entre nosotros, mal rayo me parta si vuelvo. Por cierto, mientras salgo por los tornos, varios niños, a voz en grito, claman a sus papás: “¿habéis visto los simuladores?”. ¡Grrr…!

domingo, 5 de agosto de 2007

¡Vaya con la Fórmula 1!

Vaya faena le han hecho a nuestro campeón. De modo que se clasifica para salir en primera posición en la carrera de hoy, pero la Federación lo sanciona por seguir las indicaciones de su equipo, beneficiando correlativamente a su compañero de escudería; éste no las obedeció, y no pasa nada. Parte hoy el primero y gana, mientras Alonso debe resignarse con la sexta plaza, acabando el cuarto.
¡Jesús, que jaleo! Si mismamente parece que estamos ante los codazos cuando se elabora una lista electoral. Por supuesto, me quedo con Alonso.

sábado, 4 de agosto de 2007

¡Abajo con el toro!


Nacionalistas e inonoclastas de pura cepa, unos maulets o como demonios se llamen, han derribado el último toro de Osborne que permanecía en pie en Cataluña. Evidentemente, si el toro fuera un mero anuncio, no tendría mayor trascendencia la cosa, más allá del reproche moral y jurídico que merece todo acto vandálico. Pero como resulta que el archiconocido cornúpeta es ún símbolo que evoca con claridad a lo español, hasta el punto que en muchas banderas sustituyen el escudo por su silueta, no hay que permitirle que permanezca en pie. El toro ha sido abatido con una de las peores alevosías posible: la de la estulticia disfrazada de cosa política.
No sé si ahora irán a cargarse los grupos electrógenos que el ejército de España ha instalado en Barcelona para dar corriente a los damnificados por el apagón de hace días. Ya, lo sé, ésto que acabo de decir es demagógico. Pero es mejor una pequeña dosis de demagogia que un exabrupto, que es lo que me pedía el cuerpo.
Supongo que la inmensa mayoría de los catalanes, de los que se predica el seny, y que comprenden que juntos se va mejor que no separados, habrán evaluado a los atrevidos abatidores de toros de un modo muy negativo: suspenso sin paliativos. Por mi parte, me atrevo a reclamar la vuelta a los corrales. Pero no del toro, sino de esos maletillas que jamás llegarán a toreros.