jueves, 30 de noviembre de 2006

Denle al pico, que es sano

(Prestado por Amadeo de Argángary) Ilustración: "La alcahueta". Vermeer.

Señoras y señores, jóvenes y jóvenas, niños y niñas. Se acabó aquello de “en boca cerrada no entran moscas”. Ha prescrito la sabiduría de Confucio, que sancionaba que “la amistad con charlatanes es perjudicial”. ¡Viva Santa Catalina de Alejandría!, santa patrona de la elocuencia. Reimprímase la epístola moral de Quevedo a Olivares: “No he de callar, por más que con el dedo…”

Leo, impresionados lectores, que el New York Times, cosa seria, dice que el cotilleo es beneficioso para la salud. Según parece, sesudos investigadores han concluido que entre un quinto y dos tercios de nuestra conversación son puras habladurías. Que cotillear poco puede ser insano. Que darle al pico puede prevenir estados depresivos leves entre los adolescentes; que estos aprenden, gracias al cotilleo, “lecciones de la vida que no les enseñan en clase! ¡La repera, oiga!

Durante años, he oído decir que la murmuración no es buena. Que debíamos ser serios. Que repugna al buen gusto ir por ahí con chismes de los demás. Y ahora resulta que hemos ido contra la ciencia, porque contraponíamos una cuestión moral, o si prefieren de simple urbanidad, a la salud mental de las personas. ¡Cuán torpes hemos sido!

En un pueblo de Extremadura, Villafranca de los Barros, a los curiosos los llaman “letrados”. Y cuando alguno curiosea, se dice que “está siendo letrado”, pronúnciese “letrao”. Hay letraos proverbiales, que conocen todos los chismes habidos y por haber de la vecindad. Todos hemos conocido a vecinas que hacían vida tras las puertas entornadas de sus casas, al acecho del paso de todo bicho viviente, para oír y para ver, que lo que se escucha, acompañado de la que entra por los ojos, hace mejor idea de las cosas. Pululan por ahí curiosos compulsivos que, de un modo absolutamente impertinente, te preguntan sin pudor sobre todo aquello que tienen por conveniente, sin cortarse un pelo.

En fin, si la ciencia lo dice, preciso será creérselo. Pero, eso sí, hago una advertencia: hay curiosos más miserables que impertinentes, que usan el cotilleo para la murmuración, para el descrédito de los demás. Estos tipejos maledicentes, que si se muerden se envenenan, no se merecen el amparo científico. Porque su enfermedad, que es la estupidez o la envidia, vaya usted a saber, no tenemos por qué curarla los demás. Que se hagan tratar por el seguro de enfermedad, o que se fastidien, allá ellos. Pero si se me pone por delante alguno de estos ejemplares, no tendré remordimiento en despachar al camandulero, aplicando eso tan clásico que reza “el que habla lo que no debe, oye lo que no quiere”. A pesar de la ciencia, ustedes perdonen.

miércoles, 29 de noviembre de 2006

Democracia audiovisual


Los partidos están convencidos de que una imagen vale más que mil palabras, y por eso no dudan en invertir millones en la confección de vídeos promocionales o denigratorios, modernas recidivas del NO-DO. La imagen, aunque sea falsa, se ha convertido en fundamental y ahora cualquier acto público se convierte en un hervidero de gente colocando cables, focos, cámaras y decorados. Esto del escenario bien bonito queda guay y el que se sube a él también. Lo que está a la vista ha de ser medido, programado y cuidado al detalle.

Bien lo decía Pemán: “ahora son posibles muchas cosas políticas porque existen el televisor, la radio y el reactor”. Ciertamente, la televisión, sobre todo la televisión, es la principal aliada o enemiga del político.

El problema puede venir si la forma enmascara al fondo, como una salsa fuerte al mal pescado, de tal modo que los brillos mediáticos se conviertan en ruido y el mensaje se difumine en medio del espectáculo. Esto no viene mal a quienes tienen pocas ideas que exponer. Pero los que las tienen claras también se rinden a la tiranía del escenario. Bien estudiado tienen que tener el efecto de tanto oropel entre el público.

Me desazona el que al final el ciudadano-votante, deslumbrado por tanto esplendor, se convierta en un mero objeto cuya inteligencia sea lo de menos y lo de más el extraerle su voto. Algunos espectáculos políticos son hipnóticos. Nada más deseable que una masa en trance. Quizá alguien haya publicado algo sobre esta cuestión. Sería interesante leerlo.

Sea como fuere, los que no se envuelven en el espectáculo audiovisual suelen sumirse en la perplejidad, sobre todo cuando se trata de guerras en las que bien lo manifiesto, bien lo subliminal, no pasa de ser un burdo manejo; mientras tanto, los productores obtienen pingües beneficios y las legiones de asesores de los aparatos se justifican a sí mismas.

lunes, 27 de noviembre de 2006

¡Beee...!



(Otra ocurrencia de Ambrosio de Argüelles)
¿Tendría razón Fernández Florez cuando afirmaba que somos ovejas y que las ovejas no engendran pastores? ¿Qué será más cierto, que somos ovejas porque nos dejamos pastorear, o que existen pastores porque previamente ya somos ovejas?

Acaso ni lo uno ni lo otro sea verosímil. Pero de lo que no me cabe la menor duda es de que existen intentos incontrovertibles de convertirnos en una grey obediente, sobre todo cuando algunos caen bajo la disciplina de ciertas organizaciones regidas muchas veces por la ley del embudo. Y les dice esto alguien que, con permiso de Cervantes, es un aficionado a curioso impertinente, y sabe de lo que habla, aunque espera no llevar en el pecado la penitencia.

Por la jungla de la vida social, y sobre todo, repito, en determinados ámbitos organizativos, pulula una variadísima fauna: tarzanes que trepan con agilidad por las lianas, tartufos con más caras de un saco de pesetas, histriones aulladores, etc. Es decir, mucha mediocridad. Y en medio de ese coro de dudoso buen gusto, siempre algún rabadán o, si lo prefieren, algún capataz de galeotes, dispuesto a hacer restallar el rebenque sin contemplaciones, aunque se crea que dirige una orquesta con una inofensiva batuta.

Lejos de nosotros la funesta manía de pensar. ¡Viva Cervera! Ese es el lema. Queremos disciplina, ciega obediencia. Necesitamos un Júpiter Tonante que arredre a los descarriados de ese corral de comodones, en el que se suplen las carencias con mucho balido y la calidad de la carne se disimula con lo bonito de la lana. Somos un rebaño que no necesita un buen pastor, que no huye dejando el rebaño solo, sino un agriado mayoral que, con voz bronca, nos guíe hacia la paz absoluta, esto es, hacia la estulticia absoluta. Feliz hato en el que dos o tres ovejas y algún carnero pacen en los mejores pastos, mientras el resto rumia lo que puede, bien dirigido por el perro guardián, a su vez bien orientado por las voces ocasionales de su amo.

¿Qué será de las ovejas negras en este bucólico universo de paz y sosiego? ¿Quién osará turbar con impertinentes balidos la paz del pastor, que toca el caramillo recostado en la encina? ¿Quién señalará con el índice, negra la uña, a la oveja que deba encaminarse al matadero? ¿Cuánto vale su pelleja?

¿Audaces fortuna iuvat? Eso espero. Contra la indolencia, movimiento; frente a la baba, santa desvergüenza. Ante lámina, poliedro.

Los amables lectores que me siguen estarán haciendo cábalas, intentando averiguar qué demonios quiere decir todo cuanto antecede. Pues, ni más ni menos, que lo que escrito está. Por si les sirve, les doy la receta con la que he cocinado este plato: un tanto de mal humor, una pizca de mala uva, una medida de escepticismo, mitad del cuarto de rabia, una cuchara sopera colmada de hastío y, muchas, muchas, muchísimas ganas de ser uno mismo.

Políticos de pueblo



(Este artículo me lo publicaron en la sección de opinión "Tribuna Extremeña", del periódico "Hoy", el 6 de junio de 2006).


Malos tiempos corren para la fama de los que dedicamos nuestro tiempo a la política. Tras la lamentable perspectiva de desmantelamiento constitucional que se avecina, acometido para satisfacer al rampante nacionalismo catalán, nos damos de bruces con algo que todos sospechábamos, pero que no imaginábamos alcanzase tan monstruosa dimensión: me refiero al expolio marbellí, que ha convertido al ayuntamiento en un gigantesco patio de Monipodio. Cuestión candente que, casualmente, nos hace olvidarnos, siquiera a ratos, del asunto al que me refería en primer lugar, el de ese Estatuto tan poco deseado como mansamente votado.

El prestigio del político es algo que suele encontrarse por los suelos. Ya estamos acostumbrados. Pero los espectáculos poco edificantes que ilustran las páginas de los periódicos producen una inevitable exacerbación de ese desamor. Esto, por lo demás, no preocupa en exceso a muchos; ya sabemos del espíritu gongoriano de tantos, que hacen suyo el lema “ande yo caliente, y ríase la gente”. Lo que pasa es que otros tenemos que cargar con el mochuelo, sin anidar en despachos forrados en madera, sin pisar mullidas alfombras y sin vernos asistidos por una guardia pretoriana a los que algunos dan en llamar gabinetes.

Somos los políticos de pueblo, los que no tenemos mayor ambición que poner nuestro granito de arena en la tarea de hacer que el lugar donde vivimos sea más agradable, los que quizá más sufrimos con el descrédito generalizado de lo que se ha dado en llamar “clase política”; nosotros, créanme, somos parte de esa clase, ma non troppo.

Nos movemos en un medio ambiente en el que las ideologías tienen un peso muy relativo: los baches, las farolas, las calles sucias, no son de derechas ni de izquierdas. Tampoco se conoce el carné político de las penurias económicas. Ya sabemos que las casas consistoriales son eternos valles de lágrimas en los que alcaldes y concejales lampan por un euro, muchas veces para gestionar servicios que otras administraciones asumen como propios, pero que endosan sin piedad y sin bolsa a los ayuntamientos. Y, claro, como lo que queremos los concejales de pueblo es hacer todo lo posible por nuestros vecinos, nos sumamos a la vorágine de las competencias impropias, de un modo tan voluntarista como cuasi suicida.

Además, en muchas ocasiones nos convertimos en meros números; una especie de tropa a la que movilizar cuando se aproximan determinadas fechas y a la que se exige todo a cambio de poco o nada. En más ocasiones de las deseadas, se valora nuestro trabajo no por lo que hayamos hecho por nuestros pueblos, sino por lo que podamos aportar a la bolsa electoral autonómica. Nos convertimos, deseándolo o no, en efímeros objetos del deseo. A veces es mejor no recordar el día después.

A todo esto hemos de sumar, es lógico, el hecho del natural enfado del vecino al que no solucionas su problema, aunque este sea insoluble; bien difícil es hacer comprender el valor del bien general sobre el particular. Estos son gajes del oficio; lo que pasa es que otros están bien custodiados y las quejas las reciben muy de soslayo.

Son muchos los inconvenientes que hemos de soportar los políticos de pueblo (solemos hacerlo de buen grado) para que, además, nos vengan con la tópica cantinela, mientras Marbella copa los telediarios, de que “todos los políticos son iguales”. No, hombre, no; salvo excepciones deplorables, los políticos no son corruptos. Y los concejales de pequeñas ciudades, de aldeas, de pueblos, no queremos convertirnos en plutócratas, ni somos cleptómanos. Somos gentes con una ilusión muy localizada, a las que se le suele exigir cada vez más de lo que otros están dispuestos a dar; de ordinario, somos políticos que trabajan y callan.

Y aunque hablemos, nuestro eco mediático es escaso salvo que medie escándalo, catástrofe, o sea uno concejal o alcalde de un gran ayuntamiento. Tan poco se nos escucha o tan poco hablamos que las reformas legales que parece pretendían hacer realidad la vieja aspiración de que los ayuntamientos se conviertan, de verdad, en la administración más cercana al ciudadano, quedarán en agua de borrajas. Al menos esto me malicio, tras leer algunas noticias no demasiado esperanzadoras. Unas comunidades autónomas cada vez más jacobinas, amojonan sus territorios y se resisten a ceder competencias, esto es a ceder poder real. La segunda descentralización, ese alumbramiento distócico, acaso sea el parto de los montes, puesto que la avidez normativa autonómica, el afán de tutela para con las corporaciones locales, las ínfulas de superioridad que suelen tener las administraciones regionales sobre las municipales se han convertido en inercias de muy difícil contención, que impiden que los ayuntamientos tengan auténtica capacidad política.

En fin, no todo ha de ser quejarse. También es cierto que la política municipal te permite apreciar de cerca el resultado de tu trabajo y, del mismo modo que el vecino te puede afear tu gestión, no faltan quienes también reconocen tu labor. Todo ello sin intermediarios ni farallones burocráticos. Creo que tanto más gratificante es nuestro trabajo cuanto más lejanas están nuestras ambiciones de laticlavos, inmunidades y otras gollerías políticas. Lo nuestro es la calle, el runrún de los vecinos, la vetusta casa consistorial, la ilusión de legar a nuestros hijos un pueblo mejor.

A pesar de los pesares, a pesar del golferío de Marbella, estoy convencido de que la inmensa mayoría de los que formamos parte de las corporaciones locales estamos orgullosos de ser políticos de pueblo.

domingo, 26 de noviembre de 2006

Tonto el que lo lea




Mi amigo Ambrosio de Argüelles publicó este artículo hace tres o cuatro años, y me pide que lo reproduzca en el blog.

No piensen los amables lectores que el autor se ha vuelto loco y se dedica a burlarse de sus escasos seguidores; lo que pasa es que, al pensar cuál debería ser el título de este artículo, recordé esa frasecita que, de pequeños, pintábamos por todas partes, quizá como primera rebeldía, acaso por inmortalizarnos en la simpleza.

Claro que, entonces, ni nos llamábamos graffiteros, ni embadurnábamos paredes con pinturas de colores (sólo tenían derecho los opositores políticos), ni se nos ocurría manifestarnos más allá de las puertas de los urinarios, en las que se puede encontrar un notable vademécum de filosofía de andar por casa, amén de todo tipo de insultos y procacidades.

Parece que, en la actualidad, estas pinturas han devenido artísticas, y colonizan paredes, suelos, farolas, escaparates, puertas, mobiliario urbano y, en fin, todo espacio en el que el aerosol pueda soltar un chorrito de pintura.

Como soy un supremo ignorante de cierto arte moderno, no sé qué calificación deberán recibir esas especies de arabescos, o de jeroglíficos, o de monogramas o de lo que fueren, que cada vez nos encontramos con mayor frecuencia y que tanto disgustan a todo aquél que no los hace. Pero, en todo caso, soy de la opinión de que aquéllos que dicen que esta pintura es cultura, podrían pensar que también lo es el cuidar el aspecto de la ciudad, de sus monumentos y edificios (aunque siempre hemos llamado a eso urbanidad). Porque, claro está, si se conviene en que estos autores tienen derecho a expresarse abiertamente, imagínense ustedes qué podría ocurrir si, un día de estos, a alguien se le ocurre la genial idea de imitar a Chillida utilizando nuestras farolas.

Se me antoja, en fin, que estos artistas podrían pintar al fresco, en los techos de su casa, escenas oníricas ostentosas, o en las pantallas de los televisores de sus señores padres, monogramas tricolores espectaculares, a juego con primorosos estampados-protesta en el tresillo.

Hombre, quizá sea más viable que pinten en tableros y, de vez en cuando, expongan a sus admiradores sus obras. Porque tampoco me parece afortunado que los Ayuntamientos tengan que levantar kilómetros de muros para deleite de estos artistas, cuestión no baladí y que seguro han reclamado –o no tardarán en reclamar- a nuestros munícipes. Claro que, si esto fuese concedido, yo reclamo mi cachito de pared, para llenarlo de frases de Quevedo, como todo hombre calvo no tendrá pelo, u otras que se me ocurran sobre la marcha. Y, si es posible, que me regalen los sprays y una bata para no mancharme.

Menos mal que, estoy convencido, nuestros ediles se atrincherarán ante el desenfreno de la majadería y, respetuosamente, indicarán la dirección del quinto pino a los solicitantes. Estos, en su corteza (la del pino), podrán grabar con navaja, como toda la vida, Pepe quiere a Luisa o, si lo desean, soy un incomprendido.

Nota de Juan Carlos Fernández: la verdad es que hay graffitis que son auténticas virguerías. No sé si son cosa artística, pero están muy trabajados. Lo que pasa es que una virguería ejecutada donde no se debe se convierte en una puñetería.

El obelisco


Unos ciudadanos de Zafra propugnan la desaparición del obelisco erigido en memoria del comandante Castejón, militar del ejército franquista que tomó Zafra en el treinta y seis. Para ellos, es obvio, este símbolo viene tachado por una nota de infamia y significa represión y muerte. Por eso quieren que se lo lleven a un lugar donde sólo lo vean quienes quieran. Me parece que habrá pocos que miren a esas piedras con añoranza y admiración. Pero bueno, el dolor merece respeto y comprensión y, sobre todo, que nadie pueda sacar tajada de él. Me refiero, evidentemente, a políticos sin escrúpulos que pudieran verse tentados de utilizar la cuestión de la memoria histórica para arrimar ascuas a su sardina.

Me reafirmo en que estos familiares de represaliados merecen todo el respeto. No creo que sea necesario insistir en ello. Pero no soy partidario de movilizar dinero y esfuerzos para suprimir un obelisco que ha permanecido en pie no sólo durante los años del franquismo, sino también durante la Transición, los gobiernos socialistas y populares y bajo el mandato de alcaldes de Zafra de todo signo.

Hay una anécdota que quizá no muchos conozcan: gobernando en Zafra el Partido Popular, hace cinco o seis años, alguien quitó las placas metálicas que conmemoraban u homenajeaban a Castejón (inscripciones que, por cierto, jamás he leído. Es más, creo que no había reparado en ellas). Los espontáneos que las quitaron fueron sorprendidos in fraganti. No pasó nada. Con seguridad que si lo hubieran pedido las hubiésemos retirado, sin necesidad de nocturnidades. El caso es que en algún sitio dormirán el sueño, no de los justos, sino de los olvidados.

Creo que una solución adecuada para esta cuestión sería que se colocaran unas nuevas inscripciones, en reconocimiento a todos los que han sido víctimas del delirio del fanatismo. En ese todos deben caber por igual azules y rojos del 36. Pero también las víctimas del terrorismo. Nada mejor que aquello que se hizo con afán unilateral sirva para dar cobijo a la memoria de tantos, cualesquiera que sean sus ideas. El color de la sangre de todos es el mismo. El valor de la vida humana es el mismo.

Así lo plantearé, si tengo ocasión, en el Ayuntamiento. Y aprovecharé para insistir en que la zona donde está el obelisco tiene un problema gravísimo: el tráfico.

sábado, 25 de noviembre de 2006

Hikikomoris


(De Ambrosio de Argüelles)
Disculpen los amables lectores por el título del artículo de hoy. Ya sé que les ha de resultar estrambótico; seguro que tanto como a un servidor. Pero no es menos extraña la conducta que describe este término de origen japonés: se trata de jóvenes de entre veinte y treinta años, que se encierran en casa bien provistos de Internet, playesteision y, supongo, de algunas gollerías de su gusto, y no salen para nada. Viven, como tantos bohemios, de noche. Evidentemente, duermen de día.

Recuerdo que hace ya quince o dieciséis años, apareció otro fenómeno, que creo se denominaba cocooning –algo así como convertirse en un capullo o hacer un capullo; ustedes perdonen, pero es que cocoon es capullo en inglés–; en este caso, si la memoria no me falla, se trataba de personas con sus vidas ya asentadas, que se encontraban sumamente a gusto en sus casas, en las que disponían de todas las comodidades al uso, y no encontraban aliciente, por tanto, en salir a la calle. Supongo que, además, les movería algún interés en ahorrar; ya sabemos que en las ciudades el nivel de vida suele ser elevado, y creo que éste era un fenómeno eminentemente urbano.

Evidentemente, los dos casos son manifestaciones distintas, aunque revistan formas parecidas. Me parece, por lo demás, que son poco inteligibles para los españoles, que pasamos media vida en la calle, donde somos felices, sobre todo en las noches de verano. De modo que, desde esa dificultad para comprender estas cosas, uno se pregunta qué es lo que tiene que ocurrir para que uno se aísle de tal modo que no quiera saber nada de lo que ocurra fuera, salvo lo que entra por la vía telemática.

Dicen algunos que es cosa de la excesiva presión competitiva. En Japón, quizá en mayor medida que en otros países occidentales u occidentalizados, parece que viven para trabajar. Y previamente, han de obtener el éxito formativo, imprescindible para acceder al social. Así, los hikikomoris son jóvenes angustiados por el exceso de competitividad. Los del cocooning (vaya tela con las cosas tan difíciles que tengo que escribir hoy, oiga), por su parte, quizá sean yuppies (¿se acuerdan ustedes de ellos, estuvieron muy de moda) angustiados por cotizaciones en bolsa. En cualquier caso, gentes bajo presión. De modo que la pregunta es: ¿merece la pena una sociedad en la que cada vez hay más alienados? ¿Qué hay que hacer con ella para humanizarla? ¿Les serviría de algo importar nuestras costumbres tan extrovertidas?

¡Vaya usted a saber! Lo que no admite duda es que la presión requiere de válvulas de escape, y no siempre éstas se encuentran en el aislamiento. Ya conocemos la droga, la violencia juvenil, el gamberrismo urbano. ¿Tendrán algo que ver con la competitividad social? Desde luego, por lo que se refiere a la presión en el sistema educativo, los españoles podemos estar tranquilos. Salvo que Dios obre algún milagro, la LOGSE se reencarnará en alguno de los experimentos educativos que el gobierno socialista tiene entre manos. Y ya sabemos que el espíritu de esa Ley parece ser no molestar mucho a los niños, no hacerlos trabajar demasiado. A lo mejor es que cuando se redactó ya conocían a los hikikomoris.

Mingote


(Con permiso de mi amigo Ambrosio de Argüelles, que lo publicó hace unos tres años).

En un reciente viaje a Madrid he tenido el privilegio de acudir a la exposición que conmemora los 50 años del trabajo en ABC del humorista y académico. En ella se pueden contemplar cientos de dibujos del maestro, fruto del trabajo y del ingenio más agudo.

Por cierto, como Mingote trabaja para ABC, periódico del que soy asiduo lector hace décadas, no quiero dejar de referirme a este medio, que ahora celebra su centenario: en mi modesta opinión es un referente claro de humanismo, liberalismo, buen gusto y defensa inteligente de la monarquía española. Para mí que es toda una escuela.

En fin, vuelvo al tema de hoy. Dicen que los chistes de Mingote son auténticos editoriales y no seré yo quien lo ponga en duda. En pocas palabras y con unos cuantos trazos nos retrata la realidad, nos hace reír, sonreír, pensar y, si se tercia, hasta llorar. No necesita de muchas cuartillas para darnos sus argumentos y convencernos; su pensamiento, su razón, su profundidad, se hacen obvios de un solo vistazo. Y este pensamiento es lúcido, vital, intenso y siempre actual.

De entre sus historietas me quedo con algunas relacionadas con las libertades o con la cosa política, como esa del troglodita que, aplastado por una enorme piedra (excepto la cabeza), tiene que soportar cómo otro coetáneo le espeta algo así como que claro que tiene libertad de pensamiento, que no ve que le pase nada en la cabeza. Sencillamente genial.

Otras me resultan inquietantes, como esa serie de dibujos en los que se hacen protagonistas unas escaleras que no conducen a ninguna parte, como no sea al vacío, al caos, a la nada del principio o al principio de la nada. Reales, quizá, como la vida misma.

Pero de entre todos los dibujos de la exposición quiero destacar uno que me impresionó: un albañil aparece sentado en lo alto de un edificio en construcción, con sus piernas colgando en el vacío, entre un bosque de columnas de hormigón armado. Se ve al hombre tranquilo, plácido, sosegado, se diría que discretamente feliz. Junto a él, entre tanta uniformidad, una pilastra rematada con un capitel clásico, creo que corintio.

Este dibujo me llegó al alma. Para mí que el punto de rebeldía y creatividad del humilde albañil es, quizá, el ideal del minuto de gloria que todos buscamos. O tal vez, una alegoría de la búsqueda de la belleza como contrapunto a la mediocridad imperante. Acaso un sueño, una ilusión sin sentido; o, más bien, el aura de un espíritu que quiere volar. O, si les parece, búsquenle cualquier otra interpretación.

Pero el obrero se sienta y descansa; ha dado de sí más de lo que se espera. Es más, algo radicalmente distinto a lo que de él se espera en su faena monótona. De lo gris ha obtenido belleza. En un universo de encofrado ha esculpido armonía y clasicismo. Y todo ello nos lo insinúa el artista sin necesitar de una sola palabra.

La releche. Bendita ilusión. Bendito Mingote.

Elecciones a la vista

(Con permiso de mi amigo Amadeo de Argángary, que me permite que "fusile" su artículo, publicado hace cuatro años)

Anda revuelto el cotarro político, a escasos meses del veintisiete de mayo, día en el que los ciudadanos tendremos que salir a la calle a jugársnosla a pecho descubierto en una decisión que, con toda probabilidad, influirá en nuestras vidas durante los próximos cuatro años.
Quizá sea esta sensación de riesgo la que hace que muchos opten por no votar, esquivando su parte alícuota de responsabilidad en las cosas de la república. O, tal vez, el abstencionismo se deba a la estomagante sensación de déjà vu que muchos experimentan cuando observan, día a día, la gestión de algunos gobernantes. Acaso sea, aún más simplemente, mera pereza.


El caso es que, sea como fuere, un considerable número de los llamados a las urnas no tiene a bien depositar su papeleta, con gran comezón entre los políticos, que sufren por cada voto desperdiciado como lo hace el campesino por cada gota de agua que se pierde en tiempo de sequía.

Me parece a mí, si me lo permiten mis amables lectores, que la democracia hay que disfrutarla, pero asumiendo la responsabilidad de optar: unos u otros quieren gobernar. Todos nos dibujarán un panorama naïf y, poco menos, nos prometerán situar a nuestra ciudad, o a nuestro país, entre el Tigris y el Éufrates (de los primeros tiempos bíblicos, no ahora, por Dios). Por si fuera poco, contubernios y noches de cuchillos largos son comunes a todos los partidos en estas jornadas previas, en una espiral de vencedores y vencidos que deja regueros de sangre de heridas jamás restañadas.

Pero este panorama nada amable no debe hacernos desistir de nuestra responsabilidad, ni del ejercicio de nuestros derechos. De lo contrario, creo, somos un poco menos ciudadanos; triste destino cuando nos hemos dotado del menos imperfecto de los sistemas políticos, y hemos asentado nuestra vida social en la convivencia democrática: esto es, en el ejercicio de la soberanía popular dentro de un marco de respeto y de pluralismo.

Yo creo en ese pluralismo. Yo creo en el sistema de partidos políticos. Y niego que el sufragio sea una farsa o que el ser rotas sea el más noble destino de las urnas, como decía, con prosa impecable, como siempre, pero con su habitual trasfondo totalitario, José Antonio Primo de Rivera.

Prefiero mil veces a unos partidos en los que, con más frecuencia de lo deseable, impera la ley del mediocre, que sucumbir ante iluminados. Y prefiero asumir el riesgo de equivocarme en mi voto que dejar pasar delante de mis narices la posibilidad, siquiera teórica, de influir en las cosas que me habrán de ocurrir en el futuro.

Y tanto más me reafirmo cuanto que, según leo, sólo un treinta por ciento de los jóvenes piensan que la democracia es insustituible; al resto, según parece, les da igual vivir en un régimen democrático que en uno autoritario.

Me da miedo que estemos cayendo en el papanatismo social. Temo que estemos acomodándonos a una especie de panem et circenses. Me acobarda pensar que, entre las brumas audiovisuales de la omnipresente televisión, entre el sopor social, dejemos de ser ciudadanos para convertirnos en súbditos de nuestra propia pasividad.

Yo quiero ser un zoon politikon, no un zoon pathetikon. Yo quiero, con Ortega, sentir amor y curiosidad por el pueblo. Me interesa todo lo humano: nihil humanum alienum mihi, decían los humanistas. Quiero ser menos ignorante. Me gusta relativamente esta sociedad que, aunque enferma, creo que es la menos mala. Y tanto más me gusta cuanto que se me da la oportunidad de cambiarla un poco cada cierto tiempo. Me emociona la letanía para el día de los derechos del hombre, de nuestro Salvador Madariaga, de la que me permitirán que espigue algún verso:
"Para aquellos a los que abofetearon mientras nosotros no tenemos que temer mano alguna/- Un pensamiento/Para los que amordazaron mientras nosotros hablamos claro y fuerte/- Un pensamiento."

No renunciemos a construir nuestro futuro, hombre. Que otros, lamentablemente, no pueden hacerlo, y cambiarían cien veces el vermú del domingo por la cola del colegio electoral.