domingo, 26 de noviembre de 2006

Tonto el que lo lea




Mi amigo Ambrosio de Argüelles publicó este artículo hace tres o cuatro años, y me pide que lo reproduzca en el blog.

No piensen los amables lectores que el autor se ha vuelto loco y se dedica a burlarse de sus escasos seguidores; lo que pasa es que, al pensar cuál debería ser el título de este artículo, recordé esa frasecita que, de pequeños, pintábamos por todas partes, quizá como primera rebeldía, acaso por inmortalizarnos en la simpleza.

Claro que, entonces, ni nos llamábamos graffiteros, ni embadurnábamos paredes con pinturas de colores (sólo tenían derecho los opositores políticos), ni se nos ocurría manifestarnos más allá de las puertas de los urinarios, en las que se puede encontrar un notable vademécum de filosofía de andar por casa, amén de todo tipo de insultos y procacidades.

Parece que, en la actualidad, estas pinturas han devenido artísticas, y colonizan paredes, suelos, farolas, escaparates, puertas, mobiliario urbano y, en fin, todo espacio en el que el aerosol pueda soltar un chorrito de pintura.

Como soy un supremo ignorante de cierto arte moderno, no sé qué calificación deberán recibir esas especies de arabescos, o de jeroglíficos, o de monogramas o de lo que fueren, que cada vez nos encontramos con mayor frecuencia y que tanto disgustan a todo aquél que no los hace. Pero, en todo caso, soy de la opinión de que aquéllos que dicen que esta pintura es cultura, podrían pensar que también lo es el cuidar el aspecto de la ciudad, de sus monumentos y edificios (aunque siempre hemos llamado a eso urbanidad). Porque, claro está, si se conviene en que estos autores tienen derecho a expresarse abiertamente, imagínense ustedes qué podría ocurrir si, un día de estos, a alguien se le ocurre la genial idea de imitar a Chillida utilizando nuestras farolas.

Se me antoja, en fin, que estos artistas podrían pintar al fresco, en los techos de su casa, escenas oníricas ostentosas, o en las pantallas de los televisores de sus señores padres, monogramas tricolores espectaculares, a juego con primorosos estampados-protesta en el tresillo.

Hombre, quizá sea más viable que pinten en tableros y, de vez en cuando, expongan a sus admiradores sus obras. Porque tampoco me parece afortunado que los Ayuntamientos tengan que levantar kilómetros de muros para deleite de estos artistas, cuestión no baladí y que seguro han reclamado –o no tardarán en reclamar- a nuestros munícipes. Claro que, si esto fuese concedido, yo reclamo mi cachito de pared, para llenarlo de frases de Quevedo, como todo hombre calvo no tendrá pelo, u otras que se me ocurran sobre la marcha. Y, si es posible, que me regalen los sprays y una bata para no mancharme.

Menos mal que, estoy convencido, nuestros ediles se atrincherarán ante el desenfreno de la majadería y, respetuosamente, indicarán la dirección del quinto pino a los solicitantes. Estos, en su corteza (la del pino), podrán grabar con navaja, como toda la vida, Pepe quiere a Luisa o, si lo desean, soy un incomprendido.

Nota de Juan Carlos Fernández: la verdad es que hay graffitis que son auténticas virguerías. No sé si son cosa artística, pero están muy trabajados. Lo que pasa es que una virguería ejecutada donde no se debe se convierte en una puñetería.

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