lunes, 27 de noviembre de 2006

Políticos de pueblo



(Este artículo me lo publicaron en la sección de opinión "Tribuna Extremeña", del periódico "Hoy", el 6 de junio de 2006).


Malos tiempos corren para la fama de los que dedicamos nuestro tiempo a la política. Tras la lamentable perspectiva de desmantelamiento constitucional que se avecina, acometido para satisfacer al rampante nacionalismo catalán, nos damos de bruces con algo que todos sospechábamos, pero que no imaginábamos alcanzase tan monstruosa dimensión: me refiero al expolio marbellí, que ha convertido al ayuntamiento en un gigantesco patio de Monipodio. Cuestión candente que, casualmente, nos hace olvidarnos, siquiera a ratos, del asunto al que me refería en primer lugar, el de ese Estatuto tan poco deseado como mansamente votado.

El prestigio del político es algo que suele encontrarse por los suelos. Ya estamos acostumbrados. Pero los espectáculos poco edificantes que ilustran las páginas de los periódicos producen una inevitable exacerbación de ese desamor. Esto, por lo demás, no preocupa en exceso a muchos; ya sabemos del espíritu gongoriano de tantos, que hacen suyo el lema “ande yo caliente, y ríase la gente”. Lo que pasa es que otros tenemos que cargar con el mochuelo, sin anidar en despachos forrados en madera, sin pisar mullidas alfombras y sin vernos asistidos por una guardia pretoriana a los que algunos dan en llamar gabinetes.

Somos los políticos de pueblo, los que no tenemos mayor ambición que poner nuestro granito de arena en la tarea de hacer que el lugar donde vivimos sea más agradable, los que quizá más sufrimos con el descrédito generalizado de lo que se ha dado en llamar “clase política”; nosotros, créanme, somos parte de esa clase, ma non troppo.

Nos movemos en un medio ambiente en el que las ideologías tienen un peso muy relativo: los baches, las farolas, las calles sucias, no son de derechas ni de izquierdas. Tampoco se conoce el carné político de las penurias económicas. Ya sabemos que las casas consistoriales son eternos valles de lágrimas en los que alcaldes y concejales lampan por un euro, muchas veces para gestionar servicios que otras administraciones asumen como propios, pero que endosan sin piedad y sin bolsa a los ayuntamientos. Y, claro, como lo que queremos los concejales de pueblo es hacer todo lo posible por nuestros vecinos, nos sumamos a la vorágine de las competencias impropias, de un modo tan voluntarista como cuasi suicida.

Además, en muchas ocasiones nos convertimos en meros números; una especie de tropa a la que movilizar cuando se aproximan determinadas fechas y a la que se exige todo a cambio de poco o nada. En más ocasiones de las deseadas, se valora nuestro trabajo no por lo que hayamos hecho por nuestros pueblos, sino por lo que podamos aportar a la bolsa electoral autonómica. Nos convertimos, deseándolo o no, en efímeros objetos del deseo. A veces es mejor no recordar el día después.

A todo esto hemos de sumar, es lógico, el hecho del natural enfado del vecino al que no solucionas su problema, aunque este sea insoluble; bien difícil es hacer comprender el valor del bien general sobre el particular. Estos son gajes del oficio; lo que pasa es que otros están bien custodiados y las quejas las reciben muy de soslayo.

Son muchos los inconvenientes que hemos de soportar los políticos de pueblo (solemos hacerlo de buen grado) para que, además, nos vengan con la tópica cantinela, mientras Marbella copa los telediarios, de que “todos los políticos son iguales”. No, hombre, no; salvo excepciones deplorables, los políticos no son corruptos. Y los concejales de pequeñas ciudades, de aldeas, de pueblos, no queremos convertirnos en plutócratas, ni somos cleptómanos. Somos gentes con una ilusión muy localizada, a las que se le suele exigir cada vez más de lo que otros están dispuestos a dar; de ordinario, somos políticos que trabajan y callan.

Y aunque hablemos, nuestro eco mediático es escaso salvo que medie escándalo, catástrofe, o sea uno concejal o alcalde de un gran ayuntamiento. Tan poco se nos escucha o tan poco hablamos que las reformas legales que parece pretendían hacer realidad la vieja aspiración de que los ayuntamientos se conviertan, de verdad, en la administración más cercana al ciudadano, quedarán en agua de borrajas. Al menos esto me malicio, tras leer algunas noticias no demasiado esperanzadoras. Unas comunidades autónomas cada vez más jacobinas, amojonan sus territorios y se resisten a ceder competencias, esto es a ceder poder real. La segunda descentralización, ese alumbramiento distócico, acaso sea el parto de los montes, puesto que la avidez normativa autonómica, el afán de tutela para con las corporaciones locales, las ínfulas de superioridad que suelen tener las administraciones regionales sobre las municipales se han convertido en inercias de muy difícil contención, que impiden que los ayuntamientos tengan auténtica capacidad política.

En fin, no todo ha de ser quejarse. También es cierto que la política municipal te permite apreciar de cerca el resultado de tu trabajo y, del mismo modo que el vecino te puede afear tu gestión, no faltan quienes también reconocen tu labor. Todo ello sin intermediarios ni farallones burocráticos. Creo que tanto más gratificante es nuestro trabajo cuanto más lejanas están nuestras ambiciones de laticlavos, inmunidades y otras gollerías políticas. Lo nuestro es la calle, el runrún de los vecinos, la vetusta casa consistorial, la ilusión de legar a nuestros hijos un pueblo mejor.

A pesar de los pesares, a pesar del golferío de Marbella, estoy convencido de que la inmensa mayoría de los que formamos parte de las corporaciones locales estamos orgullosos de ser políticos de pueblo.

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