martes, 19 de diciembre de 2006

Juventud, divino tesoro

Recupero un texto de Amadeo de Argángary, autor del artículo "Amotillos", que también copié aquí hace unos días. Lo escribió como contestación a un lector que le afeó el contenido del artículo.

Un airado lector, al hilo de un artículo que escribí hace algunos días, y que dediqué a ese engendro de los “amotillos”, me recrimina inmisericorde y me pregunta si alguna vez he sido joven. Ignoro por qué me formula tal pregunta, si es porque piensa que tener determinada edad lo justifica todo o, tal vez, porque considera que mi opinión coincide plenamente con la de un viejo carcamal. Respecto de esto último, lamento desilusionarlo. No le diré mi edad, por no venir al caso, pero no soy ningún viejo.

Y, por supuesto, claro que he sido joven. Faltaría más. Como todo bicho viviente, voy consumiendo etapas. He tenido alguna vez quince años. Y dieciocho. Y treinta. Y hoy tengo un puñado más. No sé dónde están los límites de lo que se da en llamar juventud. Lo que sí tengo claro es que no sólo la edad es la clave para determinar la cuestión. También, pienso, la cosa tiene mucho que ver con las actitudes de cada uno.

Porque, si me lo permiten, la edad es sólo una cuestión biológica; lo que interesa es si tienes ganas de hacer determinadas cosas. Ahí es donde está la clave de la cuestión. En cualquier caso, si esto se utiliza a modo de justificación de conductas como las que un servidor criticó en el artículo al que me refería, no me parece argumento sólido. Cuando yo tenía dieciséis o diecisiete años, ni existía el problema del “botellón” ni los “amotillos” eran tan virulentos, ni se daban cierto tipo de conductas contrarias a la urbanidad con la frecuencia que hoy las padecemos. Es cierto que a esas edades todos hemos sido algo gamberretes. Y es también imprescindible decir que no todos los jóvenes de hoy se dedican a fastidiar la convivencia. En absoluto. Pero no es de ellos, evidentemente, de los que hablo hasta ahora.

En mis primeros años mozos, cuando nos excedíamos, que lo hacíamos, solíamos encontrar alguna reprimenda: bien la autoridad, si te cogía el guarda, bien tus padres, que no te consentían todo. Por lo menos, en esta línea nos encontrábamos el que escribe y sus amigos. Cuando traspasábamos la raya de lo admisible, nos reprendían a modo, sin que ello haya causado ningún trauma, que yo sepa, ni a quien escribe ni a sus conocidos.

Hoy, por el contrario, hay muchos que tienen la sensación de que todo vale. Todo hay que consentirlo, porque lo contrario atenta contra la libertad de cada cual. Bonita tontería, por cierto. Claro que, bien mirado, esta situación no es nueva, si bien hoy pudiera parecer exacerbada. Fíjense que don Gregorio Marañón, allá por los lejanos años treinta del pasado siglo (¡qué cosa, oiga, somos del siglo pasado!) ya se lamentaba: “El hombre, como individuo o como especie, padece una crisis del deber y una hipertrofia del derecho”. Evidentemente, esta reflexión no ha de aplicarse sólo a los jóvenes, pero viene al pelo para el caso que tratamos.

Me permito añadir, también, otra idea que el pedagogo y amigo Manuel García García plantea en un interesante artículo, en el que dice que está en nuestras manos conseguir una convivencia más humana. A tal efecto, apuesta por la educación en valores, y afirma que “antes que una Alianza de las Civilizaciones, considero que sería bueno una alianza de intenciones educativas”. Coincido con él. Eso sí, en esa alianza deben participar, no sé en qué proporción, los profesores y los padres.

En fin, sea como fuere, sabemos que hay una cierta juventud indolente, quizá subida al carro de un hedonismo poco limitado. La indolencia, no se engañen, también se puede encontrar en miríadas de mayores.

Me quedo con otra clase de jóvenes. Los que, vistan como lo hagan, piensan. Los que usan el coco no sólo para hacerse rastas, sino también para reflexionar sobre las cosas, sin necesitar, además, de ningún estímulo artificial. Gentes inconformistas, armadas de idealismo, sea del signo que fuere, y deseosas de cambiar el mundo. Me gusta ese tipo de juventud, aunque profese ideas contrarias a las mías. Porque, sin duda, el mejor método para perfeccionar la sociedad es interrelacionarse con ella, en un toma y daca permanente. Afortunadamente gozamos de un sistema político que nos permite trabajar en ese sentido, desde la política, pero también desde el compromiso asociativo, desde los distintos voluntariados, etcétera.

También, por supuesto, desde el mundo del trabajo. La asociación juventud-ocio, es algo parcial; omitir el esfuerzo no tiene sentido. Y, con frecuencia, olvidamos esto. De hecho, muchas autoridades, cuando planifican actividades destinadas a los jóvenes, hacen especial hincapié en los contenidos lúdicos. Empero, el desarrollo personal pasa también por la responsabilidad que, de modo paulatino, ha de alcanzarse. Responsabilidad que, si quieren, haremos equivaler a madurez. Hay jóvenes ejemplares, que se esfuerzan en su vida profesional, o en su vida de estudiantes, con percepción clara de que su futuro pasa por sus propias manos.

Recuerdo con especial cariño algunas palabras de un profesor que nos hacía ver lo importante de entusiasmarse con las cosas, de disfrutarlas, de intentar conocerlas y comprenderlas. La pérdida de esa capacidad de apasionamiento es un paso hacia la indolencia, hacia el pasotismo, del que son víctimas algunos jóvenes. Pasotismo que, lamentablemente, en muchos casos degenera en otras conductas de riesgo de las que hoy no hablaremos.

Qué bueno sería que los que van por las calles hablando a voces, o tirando papeles al suelo, o rompiendo mobiliario urbano, o atronando con “amotillos”, recibieran algo de atención por sus padres. Qué interesante sería que las autoridades encontraran su punto de equilibrio entre el tolerar todo o el reprimir todo. Qué necesario que los colegios, los institutos, recuperen el sentido del respeto.

Evidentemente, el problema es infinitamente más complejo y tiene concomitancias de todo tipo; yo no puede abordarlo en extensión. Me limito a expresar mi opinión, aparejada, eso sí, con un sentimiento de pena por las oportunidades de ser persona que muchos dejan pasar, con la complicidad de unas familias que todo lo toleran, no vaya a ser que les digan que son padres anticuados. O, sencillamente, unos fachas del carajo.

Bueno, no me extiendo más. Lo que lamento es que el lector que me ha dado pie a este artículo no vea mi reflexión, porque estaba tan sumamente enfadado que prometió no volver a leerme. Qué le vamos a hacer.

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