domingo, 9 de diciembre de 2007

El usted, bien enterrado

El niñato se aproxima con paso decidido a la mesa del funcionario. Lleva una gorra de esas que salen tanto en las películas americanas y que han debido de sustituir a la tan clásica y española boina y que, por supuesto, no quita de su cabeza, acaso por haber encontrado el definitivo y más acendrado uso de ésta en el sostener aquélla. Por supuesto, su indumentaria se completa con todos los requilorios necesarios y goza del modernísimo exceso de talla y del arrastre de pantalones. En fin, no levanta el zagal dos palmos del suelo, ya sabemos que con esto de la LOGSE en los institutos se topa uno lo mismo con un tiarrón de veinticinco años que con una criatura de doce. Pero bueno, lo que le falta de estatura le sobra en desparpajo. Con desenvoltura se dirige al funcionario.
- Que me des un papel que diga que estudio aquí.
El susodicho funcionario, ya en el ecuador de los cuarenta y los cincuenta, con casi tantos años de servicio como canas, no consigue acostumbrarse a tanta frescura.
- Niño, tú…
No tiene tiempo de continuar su frase. El chaval lo interrumpe sin contemplaciones:
- A mí no me digas niño.
- Vale. A ver, menor de edad, ¿cuántas veces has comido conmigo?

Algo falla en los esquemas del niñato. En los textos de la LOGSE no ha leído esa expresión, o si la ha leído, como es lógico, no le ha prestado atención, qué tontería. Tampoco la ha escuchado en las telenovelas.
- ¿Eh?
- Que si no te ha enseñado nadie que a las personas mayores se les trata de usted.
- ¡Buá! Bueno, usted, que si mi vas a dar el papel que te he pedido.

Como, por desgracia para el género humano, el Santo Job hace siglos que nos abandonó y difícilmente puede aleccionar a nadie en el difícil arte de la paciencia, el individuo que hace unos segundos estaba bien sentado sobre su sillón funcionarial, ahora experimenta una especie de incontrolable levitación. La ira lo ciega, lo agita, lo convulsiona, lo demuda, lo transporta hacia una especie de estado de shock, acaso perceptible en sus ojos, abiertos como platos, algo así como los almendrados de las exquisitas imágenes de las miniaturas medievales, pero sin el encanto de aquellas, claro. El mecanismo del furor, en perfecta sinergia con el devenir de las ondas cerebrales, en una especie de aura, evoca en las mientes del antes pacífico servidor público un documental por el que la National Geographic pagaría gustosa. Aparecen en una primera escena, en perfecta procesión, algunos cientos de dominicos exquisitamente tonsurados, al frente de los cuales avanza, como mayestático, un tal Torquemada, quien señala alternativamente, con su índice nervudo, los flancos de la formación, donde perfectamente alineados, y seguro que bien engrasados, unos infernales aparatos esperan su pronto uso.

No tarda en aparecer por el horizonte una legión de maestros trajeados provistos de palmetas y varas de olivo, expertos en el arte del sopapo y del capón. Detrás de ellos, miríadas de padres que no cesan de preguntar: “¿qué dice el maestro que has hecho?”, mientras se emplean con impar destreza y falta de misericordia en administrar coscorrones y mitras.

Cuando ya el documental y el semblante del funcionario van tomando expresión sádica, aparece por la lejanía un agitado Ortega y Gasset, mesándose los cabellos. “No es esto, no es esto”, clama una y otra vez. Inmediatamente, cambia el plano, y en un ambiento edulcorado y florido, una cohorte de respetabilísimos pedagogos con trenca entonan una salmodia o melopea: “no, no, que se traumatizan”. En la escena final, dirigiéndose a la cámara con paso pesado, un tanto cabizbajo y como resignado, es don Dámaso Alonso quien se hace protagonista. En sus manos lleva unas cuartillas: es su célebre artículo “la muerte del usted”. FIN.

El documental ha causado su efecto enervante. La levitación cesa. Las venas del cuello del trabajador vuelven a su grosor normal, sus pupilas cesan en el empeño de echar fuego, las pulsaciones se remansan.

- Tome el papel, caro alumno, no se detenga mucho, no vaya a perder tiempo de su segmento de ocio. Disfrútelo y no estudie mucho después, que cansa. Adiós. O, si lo prefiere, hasta lueguito, como se dice ahora.

Fuese el alumno, no hubo nada.

1 comentario:

Anónimo dijo...

¡¡¡Bravo, bravo, bravo Juan Carlos!!!
Encantada quedo, y además con un buen rato de risas o sonrisa en la cara....
Relato fiel a la realidad actual, me quedo con la frase..."no, no que se traumatizan" ¿¿...!!...?? Pues eso.... (que nadie lo entiende, ¿¿verdad??)

Nieves García.