miércoles, 7 de febrero de 2007

Guerra de banderas

Tras la manifestación a la que me refería en el anterior post, escucho que ha habido un uso espurio de las banderas que portaban los manifestantes. Parece que se las apropian. La derecha, claro. He llegado a escuchar a un locutor de radio que él no usó la bandera en otra manifestación porque eso lo hacía la derecha. Valiente majadería, la bandera es de todos. Si de verdad creen que no es patrimonio de la derecha, úsenla también sin complejos los de izquierdas. En fin, rescato un artículo que publicó Amadeo de Argángary hace unos cinco años, y que viene que ni pintado al caso.

Después de los infaustos acontecimientos del once-ese, empezamos a ver en los EE. UU. banderas de barras y estrellas por todas partes: en calles, en tiendas, en balcones, en las solapas de los políticos y resto de ciudadanos… Parece claro que se manifestó un sentimiento colectivo, una conciencia cívica general, un ánimo común de resistencia y de orgullo por pertenecer a un país, por poseer una democracia; en definitiva, un grito de “no pasarán”. La bandera, por tanto, se utilizó como símbolo de todo eso.

Mi amigo Pepe, con el que tan buenos cafés disfruto, me comentaba con su habitual pizca de ironía, mientras tomábamos el primero de la mañana: “imagínate si en España –o estepaís- nos diera por ponernos pins (antes insignias) con la bandera en la solapa. Un, dos tres, responda otra vez. ¿Qué nos dirían algunos?”

Tras el momento de duda inicial, desgrané algunas respuestas: -Nostálgicos, carcas, carcas… ahí me atasqué.

- Y provocadores, hombre, y provocadores –añadió agudo Pepe-.

Pues sí que lleva razón mi amigo, como tantas veces. Porque me parece que el uso de nuestra bandera está considerado por unos como evocador del franquismo, o como expresión del nacionalismo españolista, por otros.

Fíjense que en Madrid se le ocurre a alguien efectuar homenajes a la bandera cada cierto tiempo. De inmediato, la tempestad. A las críticas nacionalistas se añade la de D. Jesús Caldera: “provocador e inoportuno”. Polémicas, dimes y diretes, ríos de tinta y, voilà, el homenaje sólo se hará en fechas muy señaladas.

¡Vaya, vaya! Resulta que nuestra bandera es uno de los símbolos de nuestro País, bendecido y descrito constitucionalmente. Resulta que su uso viene regulado por leyes y ordenanzas. Resulta que estamos en el siglo XXI –aunque muchos aún no se han enterado- y nos tenemos que arrugar y poco menos que repudiarla. ¡Pues no me da la gana!

Provocación, entiendo, es saltarse a la torera la ley en muchos municipios de alguna región española y negarse a que el símbolo del Estado ocupe el lugar que le corresponde junto a las enseñas autonómicas.

Provocación, por supuesto, es el uso de la bandera como símbolo de un régimen. Por eso, si la bandera se la quieren apropiar los franquistas, y si, como parece, la bandera es realmente de todos, la mejor forma de impedir que algunos se la queden es usarla todos. Si nos da urticaria usar la bandera porque lo hacen los franquistas, además de estar cometiendo una tontería antológica estamos permitiendo que siga vigente una tesis irreal.

- ¡No te lo tomes tan a pecho! –terció mi contertulio, que me notó, pudiera ser, algo alterado-.

- ¡Pues sí me lo tomo a pecho, ea!

Y, tras un sorbito al café, que ya se me enfriaba, terminé mi reflexión: creo que homenajear a la bandera, o usarla con decoro, es homenajearnos a nosotros mismos.

Porque, sin duda, los españoles hemos conquistado una democracia y hemos construido un Estado moderno en el que hay ciudadanos y no súbditos. En el que se respetan los derechos humanos y se puede opinar libremente. En el que podemos votar a quien nos venga en gana. Eso lo hemos luchado los españoles. Así que, si la bandera o cualquier otro símbolo nos representa, cuando los homenajeamos lo hacemos con nosotros mismos, y a nadie debiera amargarle un dulce.

Por supuesto, que cada cual lleve la bandera que quiera, sin complejos, pero con respeto. Y, ciertamente, a esta tesis le falta el factor nacionalista, del que no hablaré hoy, salvo para sumarme a Ortega cuando, con su magisterio habitual, afirmaba en su discurso a las Cortes Constituyentes, allá por 1.931, que “un estado unitario que se federaliza, es un organismo de pueblos que retrograda y camina hacia su dispersión”. Me va el Estado de las Autonomías, no otros experimentos.

En fin, como sé que mi amigo Pepe es goloso, y yo acabada de comprar a las monjas de Santa Clara unos corazones de obispo, le dije:

- Pepe, ¿rematamos el homenaje a nosotros mismos con lo que traigo aquí?

- Trato hecho.

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