sábado, 11 de agosto de 2007

Un día en el parque

Es cierto que hay que recompensar el esfuerzo, ya nos lo hacía entender el padre prefecto cuando en el colegio de los jesuitas de Villafranca se procedía a la proclamación de dignidades y empezaba su relación con la frase “para mayor gloria de Dios y estímulo en el trabajo…”. Por eso no es mala cosa que a los chavales, que han sacado buenas notas, los monte uno en el coche y los lleve a uno de esos parques temáticos que hay por España, para premiar el resultado de los estudios. Se trata de pasar un día agradable, disfrutando de las atracciones y espectáculos que tales sitios ofrecen, y que tanto gustan a los niños.

Llegado el día, madruga uno, puesto que tiene que tragarse más de cuatrocientos kilómetros. Y, por supuesto, te atavían con unos pantalones cortos para que, so pretexto de ir más cómodo, quedes inmerso en la masa de turistas que pululan por todas partes en verano, y no des la nota; obedientemente me pongo el pantaloncito y me calzo unas zapatillas deportivas. Eso sí, a pesar de una multitud de protestas, exijo y consigo llevar conmigo mi sombrero de paja que, como ahora mismo se verá, es de grande utilidad, aunque pueda parecer que no conjunta en absoluto con la indumentaria.

Bien, llegamos al parque. Aparcamos y, de inmediato, descubro cuál es el denominador común de estas grandes superficies del moderno ocio: la cola. Exactamente tres cuartos de hora me cuesta adquirir la entrada al parque, bajo un sol de (in)justicia. Ahora mi sombrero de paja es práctico y amigable, aunque destroce el look, cuestión que como comprenderán los que me conocen, me importa poco, porque poca cosa puedo aportar a la estética moderna.

Entramos por fin, tras pagar sólo cien euros gracias a nuestra condición de familia numerosa. De inmediato, cola para hacerse la foto con el muñeco que representa determinado personaje de los dibujos animados. Niños y mayores. Estos últimos, entre los que me incluyo, imagino que con mayor ilusión, no en vano eran los personajes de nuestra niñez. Los chavales de ahora, con videoconsolas, Internet y demás gollerías tecnológicas no sé si conocen a aquéllos héroes que nos alegraban las tardes. Pero bueno, allí están, pugnando por hacerse un hueco junto al muñequito.

Más adelante, cola para entrar en atracciones con decorado sugerente y que prometen grandes dosis de emoción. Como un servidor no está para esperas ni sorpresas, deja que la familia suba a la atracción, y mientras se merca una coca-cola. Dos euros y cincuenta céntimos, oiga. De inmediato evoco los paisajes de Sierra Morena, con Luis de Vargas y los siete niños de Écija al trote. Dos euros y cincuenta céntimos, es decir, cuatrocientas dieciséis pesetas. En fin, miro alrededor y comprendo que mantener todo aquello debe ser caro. Templo mi ira, me quito del magín a los ecijanos, y a otra cosa.

Proseguimos hasta llegar a otra atracción. Miro el cartel de advertencias: “Cuidado los que padezcan de claustrofobia”. “No subir si tiene problemas cardíacos”. “No entrar si está mojado”, y así un largo etcétera de avisos. De modo que decido no entrar aquí tampoco y espero sentado en un estratégico banco junto a la puerta de acceso y a la sombra. Para entretenerme, y como me malicio que la cola es inevitable, me dedico a la observación. ¡Y vive Dios si observé! Una hora de espera.

Digo que me dediqué a observar. Intento establecer una taxonomía del personal que circula por el parque: destacan los tarzanes (y tarzanas) con el torso descubierto, por el calor y porque hay atracciones en las que uno se moja. Los niños sabelotodo que explican pormenorizadamente a sus papás los secretos del parque. Los abuelos que hace una hora eran complacientes y ahora aparecen desesperados… En fin, dejo la clasificación porque a mi lado se sienta una señora con uno de esos niños resabidos, que se empeña en explicar que nos encontramos ante una atracción de simuladores. Menos mal que hay un buen paso de tórtola donde estoy sentado, y la vista se refresca.

Frente a mí, las máquinas de refresco expenden docenas de frascos. Dos cincuenta, suma y sigue. A la derecha, una torre gigantesca e infernal desde la que se desploman, sentadas en un artefacto, varias personas a las que sólo se ven sus piernas, que sobresalen como lombrices. La gente se asoma a la puerta de la atracción en la que espero: “Son simuladores”. Las tórtolas siguen su paso. Los refrescos siguen enriqueciendo al concesionario. Las lombrices suben y bajan entre alaridos de los aventureros. El niño no se calla. La madre no quiere entrar. El infante insiste. El personal pasa: “Son simuladores”. El calor aprieta. Mi gente no sale de la atracción. La mente se me nubla, me ofusco. Veo que la máquina de refresco expende lombrices, mientras de la torre salen coca-colas. Alternativamente, los simuladores suben a la torre, las tórtolas salen de la máquina de refrescos y las lombrices hacen cola. Me rescata del delirio mi familia, que sale intentando contarme en qué consiste la atracción: “Son simuladores”.

Sobrevivo a duras penas. Es la hora de comer. Ingiero, a un precio también adecuado para amortizar las instalaciones, unos sándwiches (si digo bocadillos queda peor). A toda prisa nos vamos para ver más espectáculos. Acrobacias, saltimbanquis, más colas. Nada de siesta. Deprisa, deprisa. Otra cola para ver una ¡simulación! sobre efectos especiales. Realmente divertida. Otra para montar en un cochecito dizque de época, para hacer un supuesto recorrido por Los Ángeles y aledaños. ¡Puff! Ahora unos bailarines, ahora más acrobacias…

En fin, llega el momento de comprar los souvenirs (“recuerdos” no es palabra que pegue en este lugar). Otros tres cuartos de hora. Conseguidos los peluches, las postales y demás objetos, salimos al fin. Ha sido una magnífica jornada en el parque. Los chavales se lo han pasado de lo lindo y yo disfruto con ellos. Pero, entre nosotros, mal rayo me parta si vuelvo. Por cierto, mientras salgo por los tornos, varios niños, a voz en grito, claman a sus papás: “¿habéis visto los simuladores?”. ¡Grrr…!

1 comentario:

Anónimo dijo...

Bueno... por lo menos, aburrirse no se aburre durante las vacaciones. Todo tiene su lado positivo: le da buen tema para escribir en el blog y amenizar la tarde a quienes nos dedicamos a navegar por Internet. :)