domingo, 31 de enero de 2016

Libros viejos

Me gusta pasear por las viejas ciudades. Al socaire del anonimato, el paseante se vuelve transparente. Lo que cuenta es el paisaje, tantas veces monumental, tantas desangelado. Y sus gentes, tan variopintas, en sus idas y venidas, a las que el observador intenta catalogar en un ejercicio que le entretiene y le divierte: cuál es el motivo de sus prisas, a qué se dedican (por su pintas), qué ideología profesan (por el periódico que llevan algunos)... Si el entorno urbano, de añadidura, es amable, y el clima benigno, el paseo se convierte en deleite, y se pueden recorrer un buen puñado de kilómetros sin apenas cansancio y sin darse cuenta; para reconstituirse y darle alegría a la andorga están también las cafeterías y bares de toda la vida, donde recompone uno el ánimo con un café o, a horas adecuadas, con una cerveza y alguna gollería.
Por circunstancias que no vienen al caso, hoy, domingo, me he pateado Sevilla. Una vez más. Y lo he hecho desde antes del amanecer hasta bien entrada la mañana. Es un placer recorrer las calles apenas transitadas, circular sin tener que esquivar a las oleadas de viandantes (aunque se pierda uno el ejercicio de la taxonomía urbanita), pararse aquí y allí a fijarse en detalles que se ven distintos a horas no habituales para el visitante...
Cuando llevo varios kilómetros, me doy de bruces con lo impensable: apenas son las nueve de la mañana, y una librería tiene abierta sus puertas. Es una librería de lance, y no puedo resistirme a entrar y cargar con algunos tomos. Gozosa experiencia, disanto, Sevilla y libros viejos.
Para documentar algunas de mis osadías sobre la historia (iba a ponerles osadías históricas, pero esto podría prestarse a equívocos) llevo años comprando libros descatalogados, sobre todo por Internet. Pero verlos físicamente, cogerlos, ojearlos/hojearlos, es otra cosa. Hacerte con ejemplares que tuvieron otra vida, resucitarlos, reubicarlos, extraer su savia que nunca deja de fluir (un libro no se agota) es un deber moral.
A veces los vetustos ejemplares esconden sorpresas: una dedicatoria, la estampa recordatoria de la confirmación de alguien que, tirando del hilo (otra vez Internet), descubres que es alguien, unas notas manuscritas al margen (¿se sigue haciendo eso?)...
Hoy, en Sevilla, he experimentado unos minutos de felicidad. He rescatado del depósito unos volúmenes que ahora pasan a ser míos. Pero siempre, siempre, siento alguna desazón cuando adquiero este tipo de libros: son tomos expósitos, desahuciados, que en su día formaron parte de alguna biblioteca quizá construida con tesón y no poco desembolso y, seguramente, malvendida por herederos insensibles casi al peso. Libros huérfanos que requieren una nueva acogida, ser leídos una vez más, ser sopesados, manejados, subrayados... Ejemplares que nada piden y dan mucho.
La librería, que no es que sea espectacular, se llama Maymen, está en la calle Recaredo, y merece que se le reconozca, aunque sea por este humilde escribidor, el espíritu valiente de ofrecer al paseante un aliciente que colme el domingo.

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