viernes, 30 de marzo de 2007

Siesta

Cuán por saco da el no poder disfrutar de una buena cabezada; recupero un artículo de Amadeo de Argángary, de hace un par de años, en el que nos relata su pavorosa experiencia de una tarde de verano.


Para mí que la siesta, junto con el tapeo, constituyen algunas de las mejores aportaciones españolas al género humano. La primera es, para este servidor de ustedes, una necesidad vital. Sobre todo en verano, cuando tras la comida me retiro a la cama inmediatamente, acompañado de la prensa del día o de algún libro; la lectura es la primera fase del invento: pasas algunas páginas y, en un momento dado, te invade un delicioso y embriagante sopor, placer de dioses, que te vence gozosamente. Apenas te quedan fuerzas para colocar el libro o el periódico donde te alcanza el brazo. La gloria, oiga.

Pero hoy no ha podido ser. He sido víctima de una conjura infame. Cuando empiezo a rendirme ante Morfeo, me sobresalta una estampida. No, no son bisontes asustados por los disparos de los cazadores de una tribu sioux. Ni miles de despavoridos ciudadanos que huyen de horripilantes marcianos invasores. Ni la carga de la brigada ligera. No es nada onírico. Son las criaturas de mi vecino, que han decidido corretear, como buenos semovientes, a galope tendido por todo el piso, mientras aúllan, se llaman a voz en grito y se carcajean desaforadamente. Gente descomunal y soberbia, Don Quijote hubiera dado buena cuenta de ellos.

¡Mal rayo los parta, cuando iba cogiendo el sueño…! Se te pone un mal humor de órdago, aprietas los dientes para no decir alguna barbaridad, vuelves a coger el libro, te pones a leer. Las hordas siguen a lo suyo, arrastrando sillas, quizá ensayando la danza de la lluvia, a juzgar por lo rítmico de sus pisadas. Resignación.

El mal humor apenas te permite enterarte de qué lees. Repasas el árbol genealógico de los antisiesta, mientras intentas ponerte en el pellejo de un robinsón, perdido en el quinto pino, en un islote que no aparece en las cartas de navegación. O en el de un anacoreta, refugiado en lo más abrupto del monte, donde sólo el suave sonido del viento y el ameno canto de los animalillos turban la paz, qué acierto el de Fray Luis, ¡qué descansada vida!, etcétera. Te da tiempo, también, a reparar en cuánta razón tienen algunos amables lectores que, como buenos samaritanos, vienen en mi ayuda para hacerme pasar mejor el trago del otoño caliente, y me hablan de lo maravilloso de “conversar con las hojas caídas de los árboles en caminatas vespertinas”, o del “suspiro agradecido del suelo al empaparse”.

Me arrullan estos pensamientos. Los cafres parecen en silencio. De nuevo me vence el sueño. La siesta quiere su plenitud…

Pero, ¡horror!, no han pasado ni diez minutos cuando casi me tira de la cama otro estruendo. No se trata de un ejército medieval gritando mientras carga contra el enemigo, para infundirse más valor. Ni nada que se le parezca. Son los mismos de antes, criaturas infernales que han reanudado algún tipo de ritual satánico, a juzgar por sus saltos, mientras suena a todo volumen una música infecta, consistente en un individuo que berrea cosas ininteligibles, acompañado de un chún, chún, chún continuo.

Me levanto con el corazón en la boca, pienso en lo feliz de una sociedad en la que los ogros tienen sitio. Me dirijo, los ojos inyectados en sangre, al teléfono. Mi esposa no adivina en mí buenas intenciones. Me sujeta con la mano derecha, mientras pone en su frente el dorso de la izquierda y, con los ojos cerrados y ligeramente girada hacia babor, me suplica: ¡no, no lo hagas!, en una pose que no recuerdo si he visto en alguna pintura de los románticos del XIX, o en una película de cine mudo. Es indiferente al caso que tratamos.

Sin atender a sus ruegos, descuelgo y marco el once-ocho-no-se-cuantos. Me atiende una amable voz. Casi asfixiándome le pregunto:

- Por favor, el número de Herodes.
- Lo siento, señor, ese abonado no nos figura.

Cuelgo. Me rindo. Fin de la siesta. El chún, chún, sigue.





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