Rol de cafres, 3. (Amotillos)
Para incluir en la fauna del "rol de cafres", rescato un artículo que me presta mi colega, y sin embargo amigo, Amadeo de Argángary. Su título "Amotillos", les ilustrará suficientemente sobre qué trata.
Es viernes. Son las doce menos cuarto de la noche. Tiempos atrás, podríamos decir eso de “se acerca la hora de las brujas”. Pero estamos en el siglo XXI. No hay hechiceras. Fuera supersticiones. En su lugar, irremediablemente, no tardarán en llegar los amotillos, esos diabólicos engendros con dos ruedas, cuya potencia expresada en centímetros cúbicos es inversamente proporcional a su capacidad de hacer ruido; aparatos siempre conducidos por chavalotes despreocupados, supongo que con todo resuelto, porque esas máquinas cuestan una pasta.
Creo que oí o leí por primera vez, hace algunos años, la denominación de amotillos al maestro Antonio Burgos que, con su gracejo habitual incorporó al periodismo la denominación que el habla vulgar reserva para los ciclomotores, amotos. Después lo he leído a otros autores e incluso lo he oído en radio. Así que, si me lo permiten, me sumo a la línea doctrinal que denomina a esos cacharros, indignos herederos del “Vespino”, como he dado en intitular este artículo.
Hechas las salvedades lingüísticas, conviene analizar, siquiera someramente, en qué consiste el fenómeno que se manifiesta en forma de un niñato subido a un aparato que, decididamente, no sabe manejar correctamente en la mayoría de los casos y que posee porque se lo ha comprado su papaíto o, en su defecto, y como bien dice Burgos, su abuela.
Primera observación de campo: ciclomotor con ruedas pequeñas, heredero de la añorada “Vespa”. Siempre se ha dicho que esas ruedas hacen peligrosa la maniobra de tomar las curvas si uno no es prudente. No importa. Las curvas no son obstáculos para el pequeño angelnieto.
Segunda: el niñato, con cara de velocidad, muy machote, se inclina para cortar mejor el viento, intrépido centauro del asfalto.
Tercera: si a la grupa metálica sube una chica, la velocidad se incrementa.
Cuarta: Si llevan casco, no tienen los papeles en regla. Si tienen los papeles, no les funciona el silencioso. Si todos los papeles y requisitos técnicos están en perfecto estado de revista, circulan por dirección prohibida. Si se diera el improbable caso de que se cumplan las normas en su plenitud, el conductor tiene sesenta años. Además, es más que posible es que el niño no tenga ni papeles, ni silencioso, ni casco, conduzca a toda velocidad, por dirección prohibida y con pasajero atrás.
Quinta: si al pasar atronando lo insultas, es tarea inútil. En primer término, porque al niñato le resbala. En segundo, porque, como es obvio, es imposible que te oiga.
Sexta: “No hay quien pueda con ellos”, es la expresión resignada de los municipales, que tienen que optar entre formar un show y denunciar a cientos de ciclomotoristas, si consiguen que se paren cuando se lo ordenan, o soportar las iras de los políticos, que se asustan pensando que poner multas es impopular. Evidentemente, el municipal se vuelve liberal: laissez faire, laissez passer.
Séptima: aliados de Murphy, siempre pasarán por tu casa, a toda pastilla y a escape libre, en el momento crucial en que el protagonista de la única película que te ha interesado de la televisión en los últimos diez años, va a pronunciar la frase clave, que desenmaraña el misterio.
En fin, sufridos lectores. Todo esto pudiera resultar hasta gracioso, si no fuera porque el comportamiento incívico de los moterillos no es sino reflejo de otros muchos que están a la orden del día y a los que, quizá, otro día dedique algunas líneas. Y porque no hay que olvidar que, tristemente, es raro el fin de semana en que no hay accidentes, algunos con consecuencias fatales. Estas dos circunstancias hacen del problema algo serio.
Por ello me pregunto: ¿no son conscientes los padres de estos chicos del riesgo que corren? ¿No se hacen cargo de que sus conductas son molestas? ¿Son padres o coleguillas? ¿Y la autoridad? ¿Comprende que cada amotillo que pasa enfada a doscientos vecinos? ¿Temen perder el voto de uno al que denuncian, y no se dan cuenta de que es más fácil que se desvíen los de los doscientos vecinos, multiplicados por cada pasada de las máquinas y sus jinetes? ¿Qué hay más, vecinos o amotillos?
Termino. Si alguno de ustedes, por tener la suerte de no sufrir este fenómeno, cree exagerado cuanto aquí digo, no dude en escribirme. Le puedo indicar al incrédulo lugar, hora y día en que puede comprobarlo. Eso sí, los tapones para los oídos corren de su cuenta. Por cierto, ¡ahí va uno!
Nota: de ésto sé yo algo. No en vano tuve responsabilidad como concejal en esta penosa materia. Si algún día me da por ahí les contaré anécdotas para llorar a moco tendido. Mea culpa también.
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