domingo, 3 de diciembre de 2006

Ke kosas, kolega


(Me presta el artículo Amadeo de Argángary)
Me llama la atención, y ciertamente me hiere la vista, la forma en que muchos escriben algunas palabras de nuestra lengua castellana o española, bien sean nombres propios, bien otros vocablos. No me refiero a incorrecciones ortográficas, Dios nos libre, de las que todos podemos ser víctimas por error o por descuido, salvo que hayamos sido padecido la LOGSE (afortunadamente no tengo edad para ello), en cuyo caso aviados estamos, porque lo que debiera ser excepción parece que toma categoría de habitualidad.

Tampoco, aunque algo tiene que ver, me remitiré a ese lenguaje abreviado, casi críptico, con el que los adolescentes (y otros que dejaron atrás tan compleja edad), se envían mensajes a través de sus teléfonos celulares; costumbre que han extendido incluso a la comunicación escrita ordinaria. Lo mismo redactan una instancia que contestan las preguntas de un examen en esa jerigonza. Supongo, en este último caso, que salvo que el profesor o maestro sea progre, el alumno quedará suficientemente reprendido, para evitar que la simplicidad en el uso del lenguaje se convierta por simpatía en simpleza en el uso de las ideas; cuestión que, intuyo, debería preocupar a quienes enseñan, pues se supone que es preciso intentar que el alumno desarrolle un cierto sentido crítico. Una cosa es que uno abrevie en sus apuntes como Dios le dé a entender, y otra que a la hora de expresarse ante los demás todo pueda valer.

Pero no, no hablaré de ellos. Los que me impelen a tomar la pluma hoy son aquellos que han dado en escribir kamarada, o ke kieres, o kaka de la vaka. Cada vez veo más frecuentemente, en ciertos ámbitos, este uso espurio de la k. No quisiera equivocarme, pero por los sitios en los que veo este modo de escribir, interpreto que nos encontramos frente a nadadores contracorriente. Kontrakultura, acaso. Me parece que es un modo de proceder, bien de gentes muy modernas, bien de otras que, por lo que quiera que fuere, desean marcar distancias con el kastellano. Así, quien siempre se llamó Carlos, ahora pasa a ser Karlos. Claro, que quizá esto último sea un modo de adaptar un nombre propio en castellano a otra lengua autóctona. Lo digo porque me ha parecido conocer varios casos en personas del País Vasco. No sé si esto obedece a simple transcripción o a ese afán por distanciarse al que me refería.

Pero si de lo que se trata es de ser modernos, algo errados andan quienes tal cosa pretenden, porque el invento de escribir como se habla no es de ahora; ya en el Siglo XVII, el extremeño Gonzalo Correas, en su Ortografía Kastellana nueva i perfecta, y entre otras originalidades, defiende este uso, como del propio título del tratado se desprende. Este buen humanista no consiguió que Felipe IV diera carta de naturaleza a sus propuestas.

De modo que lamento arrojar agua fría sobre los que tienen a gala distinguirse por su modernidad, pero, como han visto, nihil novum sub sole. Sus aportaciones ortográficas no son nada recientes; de modo que les sugiero que busquen otras fórmulas que les permitan ser identificados como originales; eso sí, me permito decirles que la mejor aportación siempre viene de la mano de las ideas, no de la simple sustitución de caracteres.

Claro está, si de lo que se trata es de ser rebeldes, nada hay que objetar. Cada cual se rebela como quiere, o como puede. Ke eskriban komo kieran, que ese puede ser un buen desahogo ante este perverso sistema, en el que todo está tan mal, según algunos. Eso sí, que no nos falten kuarenta duros en el bolsillo, para tabako, kalimocho y otras gollerías. Krítica, sí, pero ke no me token mis vicios.

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