Famoseo
¿Han visto ustedes la cantidad de programas que da la televisión, en los que los "famosos" son perseguidos desde la vía pública hasta la alcoba en busca de algún secreto inconfesable o de alguna confidencia morbosa? Está visto que esto del famoseo vende, no importando airear cuestiones personales de gente que ya cría malvas hace años. Ambrosio de Argüelles escribió un artículo sobre este asunto, hace ya unos tres años, y lo publicó en "La Crónica de Zafra". Lo rescato de la hemeroteca y se lo transcribo a ustedes.
Esto del zapeo es la reoca. Hace un par de noches me entretuve en practicarlo hasta que, en no sé qué cadena, encontré un programa que me pareció un debate. Me dispuse a verlo con la esperanza que de no tratara sobre el show de la Comunidad de Madrid y, efectivamente, no era un debate político.
Allí un individuo abyecto contaba con tranquilidad que había mantenido relaciones horizontales con determinada señorita. Bochornoso espectáculo. Me dispongo a seguir con el zapeo cuando entra en escena un joven que -¡rediez!- es el novio de la chica aludida. Debo confesar que no supe resistirme a esperar los resultados de aquello, que no fueron otros que la conversión del plató en un foro verdulero en el que el novio (con razón, que conste) gritaba todo tipo de improperios al mamarracho primero que, además, era menos corpulento. Puestas así las cosas me preguntaba cuánto tardaría en llegar el primer bofetón.
Pero no llegó, afortunadamente. Lo que sí vino fue la aclaración del porqué de la cuestión: según el mozo ofendido, el ofensor lo que busca es la fama, algo que a él le sobra, porque ya tiene mucha por haber ganado el concurso del Gran Hermano.
¡A hacer puñetas! En ese punto se me caen todos los palos del sombrajo. El hambre y las ganas de comer. Juntitos los que quieren ser famosos a costa de los demás y los que lo logran dando tres cuartos al pregonero.
¡Jesús, con la dichosa fama! Vaya con la caterva de haraganes proveedores del papel couché y de la telebasura. Valiente concepto de la popularidad el que se asienta en la obtención de dinero fácil a cambio de airear intimidades a los cuatro vientos.
Claro, que si eso funciona, será porque hay quien consume. Tengo para mí que esto es un poco de panem et circenses: juntamos los programas del corazón con las estomagantes novelas del fútbol español y nos abstraemos de la realidad: una auténtica droga.
O tal vez ocurra que, como dice Umbral, la masa desindividualizada devora individualidades. Cualquiera sabe. Pero son legión los que están dispuestos a desnudarse –en todos los sentidos– ante el primer objetivo que pase, siempre que haya por medio un sobre suculento.
En resumen, una mezcla de mala educación, chabacanería, imbecilidad y baboseo que está a la orden del día. Y me preocupa mucho esto. Pregunten a muchos chavales en edad escolar dónde está el Cabo de Gata. Apuesten cuántos lo sabrán. Después, pregunten quién es un señor gesticulante con el pelo largo y que parece llamarse Pocholo. Ni uno lo ignorará.
En fin, no me dan más espacio para seguir aburriéndoles. Quizá otro día continúe con el tema. Además, me estoy enfadando y tengo que seguir el consejo de mi amigo y paisano Amadeo de Argángary, a quien desde aquí saludo, y que dice que en casos de enfado morrocotudo lo mejor que hay es respirar hondo durante un minuto, sentarse, y disfrutar de una copa de vino tinto acompañada de un poquito de jamón.
Esto del zapeo es la reoca. Hace un par de noches me entretuve en practicarlo hasta que, en no sé qué cadena, encontré un programa que me pareció un debate. Me dispuse a verlo con la esperanza que de no tratara sobre el show de la Comunidad de Madrid y, efectivamente, no era un debate político.
Allí un individuo abyecto contaba con tranquilidad que había mantenido relaciones horizontales con determinada señorita. Bochornoso espectáculo. Me dispongo a seguir con el zapeo cuando entra en escena un joven que -¡rediez!- es el novio de la chica aludida. Debo confesar que no supe resistirme a esperar los resultados de aquello, que no fueron otros que la conversión del plató en un foro verdulero en el que el novio (con razón, que conste) gritaba todo tipo de improperios al mamarracho primero que, además, era menos corpulento. Puestas así las cosas me preguntaba cuánto tardaría en llegar el primer bofetón.
Pero no llegó, afortunadamente. Lo que sí vino fue la aclaración del porqué de la cuestión: según el mozo ofendido, el ofensor lo que busca es la fama, algo que a él le sobra, porque ya tiene mucha por haber ganado el concurso del Gran Hermano.
¡A hacer puñetas! En ese punto se me caen todos los palos del sombrajo. El hambre y las ganas de comer. Juntitos los que quieren ser famosos a costa de los demás y los que lo logran dando tres cuartos al pregonero.
¡Jesús, con la dichosa fama! Vaya con la caterva de haraganes proveedores del papel couché y de la telebasura. Valiente concepto de la popularidad el que se asienta en la obtención de dinero fácil a cambio de airear intimidades a los cuatro vientos.
Claro, que si eso funciona, será porque hay quien consume. Tengo para mí que esto es un poco de panem et circenses: juntamos los programas del corazón con las estomagantes novelas del fútbol español y nos abstraemos de la realidad: una auténtica droga.
O tal vez ocurra que, como dice Umbral, la masa desindividualizada devora individualidades. Cualquiera sabe. Pero son legión los que están dispuestos a desnudarse –en todos los sentidos– ante el primer objetivo que pase, siempre que haya por medio un sobre suculento.
En resumen, una mezcla de mala educación, chabacanería, imbecilidad y baboseo que está a la orden del día. Y me preocupa mucho esto. Pregunten a muchos chavales en edad escolar dónde está el Cabo de Gata. Apuesten cuántos lo sabrán. Después, pregunten quién es un señor gesticulante con el pelo largo y que parece llamarse Pocholo. Ni uno lo ignorará.
En fin, no me dan más espacio para seguir aburriéndoles. Quizá otro día continúe con el tema. Además, me estoy enfadando y tengo que seguir el consejo de mi amigo y paisano Amadeo de Argángary, a quien desde aquí saludo, y que dice que en casos de enfado morrocotudo lo mejor que hay es respirar hondo durante un minuto, sentarse, y disfrutar de una copa de vino tinto acompañada de un poquito de jamón.
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