Fast food
Ahora que está en pleno auge el debate sobre la persecución ministerial contra el invento de las hamburguesas king size, o dicho en cristiano, y ustedes perdonen, cojonudas, recupero un artículo que Amadeo de Argángary redactó después de sufrir una penosa experiencia en uno de esos establecimientos de comidas rápidas -no importa la marca- y que publicó hace ya cerca de cinco años. En el pecado llevó la penitencia, sin duda. De cualquier modo, como ese tipo de comida tiene sus adeptos, creo que hay que respetarlos, y que el que entre coma lo que le dé la real gana. Nadie obliga. Y el Gobierno, a otra cosa, mariposa. Allá va el artículo:
Hace unos días, por motivos que no vienen al caso, tuve necesidad de, llegada la hora de comer, encontrar algún sitio donde me sirvieran rápido, pues tenía bastante prisa. Como en las ciudades modernas hay de todo, no tardé en toparme con un establecimiento de esos que salen en los anuncios de televisión y con los que, según parece, sueña todo niño moderno, pues en su interior debe encontrarse el secreto de toda felicidad.
No negaré que vacilé antes de entrar, pues la noticia que tenía es que en esas casas de comidas –o lo que sean–, sirven lo que algunos llaman comida basura. Pero, en fin, acuciado por las prisas, me atreví a franquear la puerta.
Una vez dentro, lo primero que me sorprendió fue la clientela: todos jóvenes veinteañeros, de los más variados pelajes: con cabello teñido, algunos, con piercings visibles o invisibles, otros; todos con vaqueros –bluyines, por arte y gracia de la Real Academia–. Y todos, absolutamente todos, con la naturalidad del que conoce bien los misterios de este tipo de establecimiento.
En cambio, este que escribe, con atuendo de lo más clásico, ponía la nota discordante. E ignorante. Porque fue traumático ponerme frente al mostrador e intentar comprender qué podría comer. Ardua empresa, pues tienes que leer unos paneles con nombres extrañísimos, entre los que sólo distingo como algo inteligible a la universal Coca-Cola; me ayudo, entonces, de las fotografías para intentar comprender algo.
En fin, como la chica que debía atenderme parecía algo impaciente, no tuve más remedio que lanzarme y, al azar, pedí:
- Póngame eso de ahí –señalo con el paraguas a un recuadro del panel luminoso.
La chica mira sorprendida, seguro que calibrando mi grado de ignorancia en las cosas del mundo. Pulsa unas teclas. Me pide una cantidad de dinero. La pago. Coloca una bandeja de plástico en la mesa, sobre ella un papel con anuncios de las maravillas de la casa y, al poco tiempo, empieza a poner encima varias cosas. Cojo la bandeja, intentando no tropezarme con mi paraguas, que cuelga de mi antebrazo. Me siento en una silla estrecha, pongo mi pedido en una ínfima mesa y, por fin, tras tomar aliento, hago inventario de lo que debo comer: algo envuelto en un papel con múltiples anagramas de la marca comercial; unas patatas fritas dentro de un curioso recipiente de cartón; un inmenso vaso de plástico con tapa y pajita, que debe contener Coca-Cola. Y, además, un sobrecito con un extraño brebaje dentro.
Abro el primer envoltorio y me encuentro con eso que parece llamarse hamburguesa, pero que aquí tiene un nombre impronunciable para mí. Abro el engendro; dentro hay algo que pudiera ser pollo, pescado, lagarto o cualquier sierpe (si es que la carne de estas criaturas es algo blancuzco y crudo). Me aventuro a poner el contenido del sobrecito sobre la carne, quizá por curiosidad científica. Aparto las toneladas de papel y plástico sobrantes de las operaciones previas. Bebo un sorbo de refresco (un iceberg dentro de un vaso, con algo de líquido dentro) y, la suerte está echada.
Pruebo una patata frita.
Pruebo lo que pudiera llamarse bocadillo.
Tengo hambre. Tengo prisa. He pagado por lo que me han dado, y me lo tengo que comer. Pero mal rayo me parta si eso es comida.
La patata frita es algo indudablemente frito. El sabor de lo de dentro del pan queda camuflado con el contenido de la materia viscosa de dentro del sobre (¿con qué camuflar el sabor de ese brebaje?). Y, con la ayuda del refresco, ingiero (comer, creo, es otra cosa) todo, no sin repasar mentalmente el árbol genealógico del inventor de esto, dejando en cada rama del mismo un recuerdo de claro contenido escatológico.
Me levanto, salgo. Aire casi puro.
A estas alturas del relato, seguro que mis escasos lectores asiduos se preguntarán por mi amigo Pepe, camarada de charlas, copas y filosofías caseras. Debo decir que no procede incluirlo en el escrito porque, cuando le conté dónde había comido, me miró, gruñó, me dijo algo que no me atrevo a reproducir y estuvo ignorándome hasta que, con grandes protestas por mi parte y previa invitación a torta de Los Barros y a buen vino, me perdonó tamaña felonía.
Hace unos días, por motivos que no vienen al caso, tuve necesidad de, llegada la hora de comer, encontrar algún sitio donde me sirvieran rápido, pues tenía bastante prisa. Como en las ciudades modernas hay de todo, no tardé en toparme con un establecimiento de esos que salen en los anuncios de televisión y con los que, según parece, sueña todo niño moderno, pues en su interior debe encontrarse el secreto de toda felicidad.
No negaré que vacilé antes de entrar, pues la noticia que tenía es que en esas casas de comidas –o lo que sean–, sirven lo que algunos llaman comida basura. Pero, en fin, acuciado por las prisas, me atreví a franquear la puerta.
Una vez dentro, lo primero que me sorprendió fue la clientela: todos jóvenes veinteañeros, de los más variados pelajes: con cabello teñido, algunos, con piercings visibles o invisibles, otros; todos con vaqueros –bluyines, por arte y gracia de la Real Academia–. Y todos, absolutamente todos, con la naturalidad del que conoce bien los misterios de este tipo de establecimiento.
En cambio, este que escribe, con atuendo de lo más clásico, ponía la nota discordante. E ignorante. Porque fue traumático ponerme frente al mostrador e intentar comprender qué podría comer. Ardua empresa, pues tienes que leer unos paneles con nombres extrañísimos, entre los que sólo distingo como algo inteligible a la universal Coca-Cola; me ayudo, entonces, de las fotografías para intentar comprender algo.
En fin, como la chica que debía atenderme parecía algo impaciente, no tuve más remedio que lanzarme y, al azar, pedí:
- Póngame eso de ahí –señalo con el paraguas a un recuadro del panel luminoso.
La chica mira sorprendida, seguro que calibrando mi grado de ignorancia en las cosas del mundo. Pulsa unas teclas. Me pide una cantidad de dinero. La pago. Coloca una bandeja de plástico en la mesa, sobre ella un papel con anuncios de las maravillas de la casa y, al poco tiempo, empieza a poner encima varias cosas. Cojo la bandeja, intentando no tropezarme con mi paraguas, que cuelga de mi antebrazo. Me siento en una silla estrecha, pongo mi pedido en una ínfima mesa y, por fin, tras tomar aliento, hago inventario de lo que debo comer: algo envuelto en un papel con múltiples anagramas de la marca comercial; unas patatas fritas dentro de un curioso recipiente de cartón; un inmenso vaso de plástico con tapa y pajita, que debe contener Coca-Cola. Y, además, un sobrecito con un extraño brebaje dentro.
Abro el primer envoltorio y me encuentro con eso que parece llamarse hamburguesa, pero que aquí tiene un nombre impronunciable para mí. Abro el engendro; dentro hay algo que pudiera ser pollo, pescado, lagarto o cualquier sierpe (si es que la carne de estas criaturas es algo blancuzco y crudo). Me aventuro a poner el contenido del sobrecito sobre la carne, quizá por curiosidad científica. Aparto las toneladas de papel y plástico sobrantes de las operaciones previas. Bebo un sorbo de refresco (un iceberg dentro de un vaso, con algo de líquido dentro) y, la suerte está echada.
Pruebo una patata frita.
Pruebo lo que pudiera llamarse bocadillo.
Tengo hambre. Tengo prisa. He pagado por lo que me han dado, y me lo tengo que comer. Pero mal rayo me parta si eso es comida.
La patata frita es algo indudablemente frito. El sabor de lo de dentro del pan queda camuflado con el contenido de la materia viscosa de dentro del sobre (¿con qué camuflar el sabor de ese brebaje?). Y, con la ayuda del refresco, ingiero (comer, creo, es otra cosa) todo, no sin repasar mentalmente el árbol genealógico del inventor de esto, dejando en cada rama del mismo un recuerdo de claro contenido escatológico.
Me levanto, salgo. Aire casi puro.
A estas alturas del relato, seguro que mis escasos lectores asiduos se preguntarán por mi amigo Pepe, camarada de charlas, copas y filosofías caseras. Debo decir que no procede incluirlo en el escrito porque, cuando le conté dónde había comido, me miró, gruñó, me dijo algo que no me atrevo a reproducir y estuvo ignorándome hasta que, con grandes protestas por mi parte y previa invitación a torta de Los Barros y a buen vino, me perdonó tamaña felonía.
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