Me acerco a La Línea de la Concepción para recoger a uno de mis hijos, que ha participado en un curso de la Universidad Menéndez Pelayo. Casualmente, el hotel donde se aloja está a un tiro de piedra de Gibraltar: inevitable, la tentación aparece. Quienes me acompañan quieren conocer la roca. Me dejo convencer, y emprendemos el camino. Cinco minutos a pie. Traspasamos la frontera sin incidentes y sin demoras. Me angustio pensando que tengo que atravesar la aduana para seguir en tierra española, enajenada por el Tratado de Utrecht y usurpada por quienes se ponen por montera al mencionado tratado. Sea, crucemos la raya.
Tengo la suerte de que un avión va a despegar, y como resulta que hay que atravesar la pista de aterrizaje del aeropuerto, contemplamos la maniobra de despegue desde no más de sesenta o setenta metros. Todo un espectáculo la aeronave tomando velocidad y elevándose majestuosa. Me fascinan los aviones. Lástima que la pista (o al menos parte de la misma, no sé), se haya construido robando terreno a España. En fin, resignación, ya lo sabíamos. A la vuelta tuve la suerte de ver otro avión, ahora aterrizando.
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Pista de aterrizaje. La cruzan vehículos y peatones |
Proseguimos el periplo. Para que nos enteremos de que estamos en territorio de Su Graciosa Majestad, en seguida nos encontramos con una típica cabina telefónica roja. Cola de turistas para fotografiarse ante el mueble urbano, cuya utilidad es más simbólica que práctica, supongo.
En fin, seguimos hasta acceder al viejo Gibraltar. Allí, como es natural, todo es británico. Como me resisto a permanecer allí más tiempo del estrictamente necesario para satisfacer la curiosidad turística, me limito a pasear por Main Street, calle absolutamente comercial.
Me llama la atención la gran cantidad de judíos, tocados con su
kipá. No sé si es porque celebran el sábado, o porque la utilizan a diario. Quizá sea lo primero, dado que van trajeados. Digo yo. Y me gusta una escena: uno de ellos saluda cordialmente y charla (en castellano) con un musulmán. Parece que ahí no hay problemas de convivencia.
I'm thirsty. Vamos a tomar un refresco. Entro en un pub, y pido dos cocacolas. Atiende (es un decir) una joven, que mira con algo de desdén, y me espeta:
-
Two cokes?
Hiervo. Me ha entendido perfectamente, pero no le da la gana hablarme en español. A mi no me sale de las narices contestarle en inglés, me callo. Ella viene con las dos cocacolas (léase
chu coucs). No he dado el primer trago cuando vuelve, y ahora sí, en perfecto castellano, requiere:
- Tres libras.
¡Su prima hermana! En español, para pedir la pasta. Mi hijo, para evitar incidentes diplomáticos, le pregunta si podemos pagar en euros (lo hace en inglés, que lo maneja muy bien). Asiente la camarera. Maneja la caja registradora y acude con un lacónico:
- Cuatro treinta y cinco.
¡Otra vez su prima hermana y toda su parentela! Cuatro treinta y cinco. Me clava cada libra a 1,45 euros. Total, 724 pesetas por dos
coucs. Pago, me despido a la francesa. Menos mal que ahí soportan pocos impuestos, cuánto me habrían pedido de tener una fiscalidad razonable.. Me queda la duda de si al turismo, sobre todo español, le ponen otros precios.
Meditando sobre si el peñón pertenece a Sierra Morena (por la cosa del bandolerismo), me topo con una máquina expendedora de planos. Me decido, para unir al expediente turístico del día, a comprar uno. 1 libra o un euro. Sí señor, un cambio ahora muy favorable. Introduzco el euro, no sale el plano. Pulso el botón de recuperación de la moneda, ésta tampoco sale. Me cisco en las mulas de la máquina, esta permanece impasible, toda flema británica. Me quedo sin euro.
He invertido en Gibraltar exactamente 5,35 euros. Ni un duro más. Media vuelta, marchamos de nuevo a España. Con alivio doy las buenas tardes a un guardia civil, que amablemente me franquea el paso. Queden con Dios los señores llanitos.
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Autobús de dos pisos. Para que no se nos olvide que estamos en la Gran Bretaña. |