20-N… ¿Y qué?
A petición de algunos lectores, transcribo aquí mi artículo, que debía de haber aparecido en el último ejemplar de "El Mensajero", y que, supongo que por un error, no ha sido publicado.
El esperado anuncio del adelanto de las elecciones generales tuvo lugar hace algunos días. Se abre ahora un período de expectación y de ebullición política. Los partidos empiezan a buscar candidatos a diputados en Cortes; la maquinaria electoral, aún engrasada tras las municipales, vuelve a subir de revoluciones; la prensa elucubra, explora posibilidades de los líderes, difunde encuestas, publica comentarios y análisis. Los ciudadanos, todavía, son el último eslabón de esta cadena. Aún no les toca participar. Pasará el verano y, entonces, vendrán los agobios propagandísticos, y se les exigirá una insoslayable atención, se les atosigará con mensajes contradictorios y se sobarán sus lomos con una amabilidad que, después del domingo electoral, pierde no poco entusiasmo. Es ley de vida, por lo que parece.
Se celebrarán estas elecciones, eso sí, con un elemento distorsionador: la presencia, no sé si física o sólo mediática, de quienes se dan en llamar indignados. Ya tuvimos noticia de ellos durante la campaña electoral para los comicios locales y autonómicos. Seguimos conociendo de sus hechos escalonadamente: ora se impide un desahucio, ora se acampa, ora se pretende poner cerco a cámaras legislativas. Todo esto en medio de una corriente de papanatismo que, por no ser políticamente incorrectos y por no enfrentarse a los seguidores de la corriente insumisa, espiga entre los mensajes que los movilizados lanzan y siempre encuentran alguno con el que coinciden: que si los abusos de los bancos, que si la democracia real, que si las listas abiertas, que si el desprestigio de los políticos… Como si estas cosas se solucionasen con algaradas. Como si la democracia necesitase adjetivos. Como si la fórmula para la solución de los problemas no se contuviese en el mismo sistema, en las mismas instituciones. Como si no hubiese otros métodos de opinión, ajenos a las molestias: que les pregunten a los vecinos y comerciantes de las plazas convertidas en favelas, o a los policías encargados, si sus jefes les dejan, de mantener el orden público. Por cierto, esto del orden público no es un concepto franquista; algunos parecen ignorar que el orden es factor imprescindible en la democracia, porque orden no significa ordeno y mando, sino respeto. Estoy hasta el gorro de distorsiones, manipulaciones y complejos.
Por cierto, inmediatamente que el presidente Zapatero ha dado a conocer la fecha de las elecciones, todo el mundo exclama: “¡coño, el 20 de noviembre, el día que murió Franco!” Y José Antonio, no te fastidias. Me pone de un humor de perros el andar buscando pretensiones en la elección de la fecha. Quizá las haya, pero no voy a perder ni un minuto en intentar encontrarlas. Me importa un bledo si se pretende establecer asociaciones de ideas o si se buscan chistes. Lo que me subleva es que se carguen las tintas en lo accesorio, que se ande removiendo todavía al general Franco, que hace 36 años que reposa bajo una losa bien pesada; que no nos sacudamos de una puñetera vez el polvo de la dictadura o, peor aún, que algunos –levógiros y dextrógiros- lo avienten sin mesura; que no podamos disfrutar de la normalidad sin más pamplinas. ¡Ya está bien, hombre, no me sean tan aburridos!
A ver si lo expreso con claridad: e-lec-cio-nes li-bres. Eso es lo que importa. Eso es lo que garantiza la democracia, con todas sus imperfecciones, pero democracia. Y, como consecuencia de los comicios, la posibilidad de cambio, de esperanza, de mejorar el futuro… Silabeo de nuevo: fu-tu-ro. Pues eso, déjenme de historias para no dormir. Como si quieren que votemos el miércoles de ceniza: memento homo…Votó. Queden con Dios.
El esperado anuncio del adelanto de las elecciones generales tuvo lugar hace algunos días. Se abre ahora un período de expectación y de ebullición política. Los partidos empiezan a buscar candidatos a diputados en Cortes; la maquinaria electoral, aún engrasada tras las municipales, vuelve a subir de revoluciones; la prensa elucubra, explora posibilidades de los líderes, difunde encuestas, publica comentarios y análisis. Los ciudadanos, todavía, son el último eslabón de esta cadena. Aún no les toca participar. Pasará el verano y, entonces, vendrán los agobios propagandísticos, y se les exigirá una insoslayable atención, se les atosigará con mensajes contradictorios y se sobarán sus lomos con una amabilidad que, después del domingo electoral, pierde no poco entusiasmo. Es ley de vida, por lo que parece.
Se celebrarán estas elecciones, eso sí, con un elemento distorsionador: la presencia, no sé si física o sólo mediática, de quienes se dan en llamar indignados. Ya tuvimos noticia de ellos durante la campaña electoral para los comicios locales y autonómicos. Seguimos conociendo de sus hechos escalonadamente: ora se impide un desahucio, ora se acampa, ora se pretende poner cerco a cámaras legislativas. Todo esto en medio de una corriente de papanatismo que, por no ser políticamente incorrectos y por no enfrentarse a los seguidores de la corriente insumisa, espiga entre los mensajes que los movilizados lanzan y siempre encuentran alguno con el que coinciden: que si los abusos de los bancos, que si la democracia real, que si las listas abiertas, que si el desprestigio de los políticos… Como si estas cosas se solucionasen con algaradas. Como si la democracia necesitase adjetivos. Como si la fórmula para la solución de los problemas no se contuviese en el mismo sistema, en las mismas instituciones. Como si no hubiese otros métodos de opinión, ajenos a las molestias: que les pregunten a los vecinos y comerciantes de las plazas convertidas en favelas, o a los policías encargados, si sus jefes les dejan, de mantener el orden público. Por cierto, esto del orden público no es un concepto franquista; algunos parecen ignorar que el orden es factor imprescindible en la democracia, porque orden no significa ordeno y mando, sino respeto. Estoy hasta el gorro de distorsiones, manipulaciones y complejos.
Por cierto, inmediatamente que el presidente Zapatero ha dado a conocer la fecha de las elecciones, todo el mundo exclama: “¡coño, el 20 de noviembre, el día que murió Franco!” Y José Antonio, no te fastidias. Me pone de un humor de perros el andar buscando pretensiones en la elección de la fecha. Quizá las haya, pero no voy a perder ni un minuto en intentar encontrarlas. Me importa un bledo si se pretende establecer asociaciones de ideas o si se buscan chistes. Lo que me subleva es que se carguen las tintas en lo accesorio, que se ande removiendo todavía al general Franco, que hace 36 años que reposa bajo una losa bien pesada; que no nos sacudamos de una puñetera vez el polvo de la dictadura o, peor aún, que algunos –levógiros y dextrógiros- lo avienten sin mesura; que no podamos disfrutar de la normalidad sin más pamplinas. ¡Ya está bien, hombre, no me sean tan aburridos!
A ver si lo expreso con claridad: e-lec-cio-nes li-bres. Eso es lo que importa. Eso es lo que garantiza la democracia, con todas sus imperfecciones, pero democracia. Y, como consecuencia de los comicios, la posibilidad de cambio, de esperanza, de mejorar el futuro… Silabeo de nuevo: fu-tu-ro. Pues eso, déjenme de historias para no dormir. Como si quieren que votemos el miércoles de ceniza: memento homo…Votó. Queden con Dios.
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