Viejas máquinas de hilvanar sueños
Como hoy cada cual tiene su imprenta en casa, no echamos de menos las viejas máquinas de escribir. Ahora no necesitamos del tippex, curioso papelillo corrector, ni del lápiz de goma de borrar coronado por una escobilla. Ya no nos tiznamos con el cambio de cinta ni con el engorroso papel carbón. Nuestros modernos ordenadores, provistos de los versátiles procesadores de textos, nos insuflan ínfulas de Plantino, y convierten a los escritorios de hogaño, junto con otras gollerías tecnológicas, en un cálido nido de tecnoburócratas, covachuelistas posmodernos felices y entusiastas.
Pero, qué quieren que les diga. Con frecuencia añoro el castizo repiqueteo del teclado de la Hispano-Olivetti, a la que conservo en mi oficina como reliquia, bajo severa advertencia de graves males a quien ose, o siquiera pretenda, depositarla en Bru.
La verdad es que un servidor ha tenido siempre afición por la letra impresa, en todos sus estadíos. Tal vez por ello mis abuelos me regalaron, allá por 1972, mi primera máquina de escribir, de la curiosa marca Orient, como los relojes. Créanme que fue algo muy especial: pusieron en mis manos una herramienta que utilicé para darle alas a mi imaginación, que me sirvió para evitar tantas veces la endemoniada lectura de mis manuscritos, emborronados con una letra que hago cada día peor, hasta el punto que ni yo mismo la entiendo muchas veces. Aquella maquinita portátil y otras más modernas y sofisticadas que aún conservo, tienen buena parte de la culpa de mi afición por escribir. Así que hoy, casi cuatro décadas después, me permitiré dejar constancia aquí de un pequeño homenaje a la Orient y a quienes me la regalaron, muy especialmente.
Ellos ya no tienen que soportar el machaqueo del aprendiz del método ciego, ni el teclear inspirado de un joven aficionado a gastar tinta. Ahora, la música que deben de escuchar es otra, dicen que celestial. Es posible, no obstante, que algún día que me levante con espíritu algo gamberro coja la dichosa Orient y le dé caña al qwerty largo y tendido, que hay cintas que no se gastan. A lo mejor, allá arriba reconocen el tecleo. Seguro que sí. Y sabrán lo que les escribo. Cosas nuestras. Y sonreirán, claro. Como tantas veces.
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