En la playa.
No es mala cosa escaparse de vez en cuando y darse un garbeo por esos mundos de Dios, aunque no vaya uno muy lejos. Viajar sirve para desintoxicarse de lo cotidiano y, aunque realmente no se descansa demasiado por las puñeteras prisas para disfrutar de todo, por lo menos el cansancio físico se cura con buenas siestas.
Animado por esta filosofía y aprovechando el puente de San Isidro, me he plantado en un rato en una playa de la provincia de Cádiz. Les diré que el tiempo no acompañaba, por lo que sólo he podido caminar por la orillita del mar, sin darme algún chapuzón, cosa que en absoluto me quita el sueño, porque servidor es de secano y va a la playa por una cuestión consensual; lo más que me he mojado son las pantorrillas, y el paseo por la arena, escuchando el romper de las olas, es realmente relajante. Con eso me basta y sobra.
Me alojo en un hotel con toda suerte de comodidades, uno de esos monstruos con más de cuatrocientas habitaciones y numerosos servicios para el entretenimiento del turista, que por lo visto reclama ser distraído constantemente: quizá por eso en mitad de la cena se nos presentó una noche una especie de coro rociero, perfectamente ataviado y cantando sus coplas o lo que sean mientras tocaban las castañuelas. Tipical spanish, claro, para consumo del personal mayoritariamente tudesco, buena parte del cual me malicio que es contemporáneo del káiser. Por cierto, los horarios del comedor sin infames. Eso de que se haya de cenar a partir de las seis y media de la tarde y no más allá de las nueve me lleva por la calle de la amargura. Pero como el negocio hostelero, fundamental para nuestra economía, se adapta a los usos y costumbres de la mayoría, no nos queda otra que amoldarnos.
Hablando de estos nordestinos: dicen que son gentes muy educadas. No lo dudo, pero hay de todo, créanme. Me malicio que muchos, cuando cruzan la raya de España, deben de pensar que aquí todo el monte es orégano. Lo digo porque las normas del hotel establecen que en el comedor no se puede andar con pantalón corto, etcétera: a la mesa hay que sentarse como Dios manda. Pues hete aquí a un buen puñado de hombres no sólo en mini short, sino también ataviados con esas horrorosas camisetas de tirantas serigrafiadas con infames dibujos y lemas que prefiero no entender. Y no será por desconocimiento: los amabilísimos empleados del hotel hablan todos alemán, los letreros anunciadores son plurilingües… No es por falta de trujimanes, es por falta de educación.
Más allá de las cristaleras del comedor también campa por sus respetos la ausencia de urbanidad. Paseamos por la playa y nos encontramos con varios individuos acompañados (¿acompañando?) por unos perrazos que dan miedo, evidentemente sin correa ni bozal y caminando varios metros por delante de sus dueños. Está perfectamente señalizado que no pueden entrar perros a la zona de los bañistas. Es igual. De modo que optamos por alejarnos, no vaya a ser que algún chucho nos propine una dentellada o el amo nos dé una coz. Eso sí, centramos nuestra atención en el terreno, no vayamos a pisar algo más que arena.
Pero permítanme que me extienda en un episodio que colmó mi paciencia. Ocurrió en la piscina climatizada del hotel, magnífica instalación en la que, a falta de sol, se da uno un chapuzón en agua templada y hace algo de ejercicio, cuestión que, como bien saben quienes me conocen, no me viene nada mal. Alguna que otra persona mayor hace unos largos parsimoniosamente, seguramente aconsejada por su médico, que le pondera lo bueno de la natación para impedir el anquilosamiento.
La climatizada es, o debe de ser, una piscina pacífica; nada tiene que ver con las otras enormes, exteriores, en la que es distinto el ambiente. Pero como no hay paraíso sin serpiente, tuércese la cosa. Cerca de nosotros se encuentra una familia formada por padre, madre y niño-no-me-riñas-que-me-traumatizo. Mientras el padre (o progenitor A) dormita sobre una tumbona, la madre (o progenitora B), mantiene una conversación telefónica interminable y, por supuesto, a voces. ¿Qué hace, entre tanto, el menor de edad? Pues llamar a gritos la atención de sus ocupadísimos papás quienes, naturalmente, no hacen ni puñetero caso del niño, con lo que éste grita más fuerte aún sin obtener respuesta y con el daño colateral en los tímpanos de los pacíficos bañistas de los alrededores. Emprende el niñato maniobras consistentes en tirarse cual si fuera una bomba en medio del agua, evidentemente sin prestar atención a los carteles que avisan que esa conducta está prohibida. Cada salto lo anuncia con los gritos de rigor. Ora salta, ora nada hacia donde estamos los demás, se cruza en nuestro camino, nos salpica, nos invade, nos aturde, nos anonada, nos cabrea. Vuelve a salir del agua. Vuelve a saltar y en la acrobacia está a punto de arrollar a un anciano. Aburrido, el cagalaolla decide variar el juego. Ahora sale, toma un balón de esos de playa, lo arroja al centro, se lanza por él. Vuelve a cogerlo, vuelve a tirarlo, lo persigue, lo retoma, lo tira, lo hunde, lo reflota, lo echa, lo agarra, sale de nuevo, vuelve a tirarse y echa al aire el puñetero balón, en cuyo último vuelo pasa rasante sobre mi cabeza, momento en que invoco con todas mis fuerzas a Poseidón para que emerja del mar y ensarte en su tridente el balón del niño y las pelotas del padre. Pero el buen Neptuno no responde, porque anda por Madrid, a un tiro de piedra del Congreso, esperando que de una puñetera vez acudan los del Atleti.
Ne quid nimis. Si el dios de los mares no me echa una mano, yo solo me auxilio. Con voz tonante increpo al niño sugiriéndole que haga con el balón lo que ustedes imaginan. La madre oye el vozarrón, aparta el teléfono de la oreja y clama: ¡Fulanito! Vuelve el teléfono a su sitio, continúa la conversación sin novedad. Pero el mocoso está patidifuso, con ojos como platos y seguramente pensado cómo alguien, un desconocido, le ha llamado la atención cuando ni en casa, ni seguramente en la escuela, se atreven. Me retiro de la piscina. Mi jornada de baño ha terminado. Durante un instante pienso: ¿quedará traumatizado el niñato? El pensamiento es fugaz, dura sólo un instante. Porque, créanme, me importa un pimiento. Tan poco como a sus padres la educación del infante.
1 comentario:
gozosa sobremesa como consecuencia de tus cuitas. Un abrazo
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